lunes, 19 de noviembre de 2007

A modo de presentación. Cartografías pornodramáticas: reflexiones en torno de la representación del orgasmo femenino

(Conferencia presentada en el III Congreso internacional El cuerpo descifrado el 25/10/07)


Muchas son las formas que ha intervenido la pornografía. Desde los relatos sádicos hasta las posibilidades interactivas del multimedia, la puesta en escena del sexo en sus múltiples connotaciones constituye una rica veta tanto en el campo de la producción como referente cultural en nuestros días. Sabemos que uno de los más importantes giros en nuestra cultura es la primacía de la imagen como principal modo de difusión y representación, en ese sentido, lo pornográfico no se ha resistido a abordar este vehículo.

Hoy hablamos de comic porno, fotografía porno, gráfica porno, cine porno; de su presencia en videos para celulares o en sitios electrónicos, de su coqueteo con la televisión o la publicidad. Más allá de esta creciente invasión, lo pornográfico presenta líneas específicas para construir su tipología. En términos generales, se distinguen dos principios que se han mantenido a lo largo de prácticamente toda la producción: el del develamiento de un cuerpo femenino y el de la acción de una genitalidad masculina (Williams, 1999: 58-92). El primero juega su parte como molécula completa, total; una figura nunca fragmentada por reducciones orgánicas ni por alguna malévola concentración compositiva; estaticidades fugaces que lo recomponen en el movimiento de la imagen fija o en el juego de la serie. El segundo término, el de un cuerpo masculino, nunca es recompuesto, nunca replanteado en ningún momento ni por ningún recurso, siempre reducido a su genitalidad. De ahí que lo pornográfico se explique como documental fisiológico (Gubern, 2005: 27), pero de ahí también que el momento trascendente en la imagen pornográfica sea el del encuentro sexual.

Cuando sucede en función de la narrativa, lo porno se matiza, se disfraza tras un velo diegético. La realidad es que esas historias contadas y por contar pueden suceder sin la especificidad de encuentros sexuales sin afectarlas en forma alguna, la propia genealogía de los géneros dramáticos nos ha enseñado eso. Por otra parte, las variaciones de sentido connotado al interior de la imagen pornográfica, son tantas que difícilmente se puede anclar una función argumental en cualquiera de ellas; los recursos de estas secuencias escapan de cualquier posibilidad de peso dramático: están ausentes de conflicto narrativo. Fuera de ciertos círculos intelectuales anclados a las más duras tradiciones académicas, nadie ve pornografía por la historia que enmarca los encuentros sexuales, la estimación de estos productos siempre sucede en función de la iconicidad y lo que en ella pueda ser recogido (Yehya, 2004: 9-13). Cine y comic atraviesan esta complicación; por su tradición diegética, los encuentros sexuales precisan momentos de problematización que se encuentran fuera, ajenos a ellos. Eso resulta en la posibilidad de una cinematografía icónica antes que narrativa. Los múltiples formatos que podemos encontrar en las tiendas de video forzan el paradigma del medio para plantear una liberación del más anquilosado presupuesto fílmico mediante el propio lenguaje cinematográfico (Olcina, 1997). Si el celuloide hoy no se concibe sin su narrativa es por una tradición fundamentada en una única de sus posibilidades, coartada metodológica que enmarca considerables limitantes de productores y consumidores.

Si el cine porno se desprende tan fácilmente de los paradigmas fílmicos es necesario comprenderlo desde su parentesco con imágenes de la misma índole. Aquí es donde regresan los elementos susceptibles de ser representados: la corporalidad femenina y la genitalidad masculina atravesados por la documentación fisiológica. La función pornográfica se pretende representacional, puesta en escena de tabúes que buscan ser ilustrados en una cultura caracterizada por su pulsión escópica. Se constituye por números sexuales que parecen predeterminados por el fácil acceso visual a la genitalidad en el momento de capturar los distintos momentos coitales, juego intertextual calificado convencionalmente como tautológico, con diferencias conformadas por su propia repetición. El momento sexual representado en la secuencia pornográfica atraviesa tres momentos fundamentales: la estimulación genital, la penetración y la eyaculación. Culturalmente concebimos la previa introducción a la plétora, pretendemos variarla e incluso explicarla; lo mismo con la conclusión: nos parece inconcebible el encuentro sexual sin reproducción u orgasmo (Williams, 1999: 120-152). Definitivamente, en esta enunciación metódica tan claramente abrazada por la producción puede leerse un muy claro orden sintáctico, de ahí que podamos crear analogías a lo que pueda entenderse como una evolución narrativa, pero el problema disociativo del género al interior del universo fílmico no pasa por ahí, antes bien se fundamenta en la dificultad de plantear un conflicto que afecte una realidad preestablecida. La pornografía narrativa pretende que esta realidad se muestre, problematice y resuelva en momentos ajenos a los del encuentro sexual, en circunstancias que no pueden ser pornográficas. Si podemos definir un planeamiento ese será sólo dado en la estimulación, que generalmente sucederá mediante la felación, acción privilegiada por permitir la documentación del pene como centro del placer masculino y el rostro (de género indistinto) como fracción indisociable de una acción dramática. La penetración es obligada, aparentemente, en torno de eso gira la pornografía. Ahí el encuadre cinematográfico podrá oscilar entre genitales y rostros, dejando que los participantes ilustren algunas posiciones con la única preocupación de permitir la visualización de la cámara. Finalmente la eyaculación (Williams, 1999: 120-152). Aquí emergen las preguntas que dan sentido a estas líneas. Siempre el pene central, fetichizado. Siempre la disposición femenina aceptando los fluidos del macho. Siempre el momento que concluye: la representación del orgasmo masculino como el objetivo perseguido a lo largo de la secuencia, como el preciado momento para el cual todo lo anterior. Al final, una cuestión de orgasmos que visiblemente se cierne sobre una de las partes, creando la interrogante por el resto.

Es sumamente complejo hablar del orgasmo, es una de las tantas cosas que no han podido ser conceptualizadas para definirse con certeza en cinco palabras. En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española se señala como “Culminación del placer sexual.//Exaltación de la vitalidad de un órgano.” Y es difícil asegurar que no es eso, pero igualmente difícil es decir que sólo es eso. La eyaculación es el único gesto de evidencia que podemos encontrar, la culminación. Por así decirlo, es la mejor correspondencia a la maldición del parto con dolor que nos ilustra el Génesis, dado que Dios habría previsto la participación femenina en los modos de producción. El orgasmo masculino mantiene la evidencia de la propia genitalidad que la produce, genitalidad que en su propia definición encarna al significante despótico. Hasta hace poco, nuestro porno giraba en torno a esa certeza, la obtenía de su visibilidad, y en torno a esa visibilidad giró buena parte de la producción (Williams, 1999: 58-119). El cine explota el conocido meat shot (encuadre cerrado que sólo incluye los genitales durante la penetración –tight shot, académicamente hablando) para dar testimonio de la estimulación genital con muy diversos medios. Pero hay algo más, así como todos los géneros se valen del close up para demostrar la afección de los personajes, la cámara porno se distrae en los rostros para enfatizar la acción de la excitación en sus actores. Por momentos la genitalidad es secundaria, la trascendencia está en la gestualidad del placer, un elemento que no evidencia, sólo induce. Hasta aquí el problema es claro. El porno se nos presenta como aquella polaridad foucoltiana entre ars erotica (tradición oriental que pasa por las habilidades) y scientia sexualis (tradición occidental que pasa por el análisis) (Foucault, 1996: 67-92). La documentalización pornografica resulta imposible de ser fisurada por su propio impulso científico (Barthes, 1989: 67). La concentración genital es su base anatómica (medical shot), la afección de la gestualidad su principio del placer (close up) y la eyaculación es la evidencia de un cuerpo funcional, fisiológico (money shot). Por eso todo debe girar en torno a un centro evidente: genitales que se muestran –externos, excitación visible –erección, orgasmo evidente –eyaculación. De ahí que sea tan sencillo pensar en un porno literario: la lingüística posee la certeza documental, representacional, que reclama una performática de la scientia sexualis. Es evidente que la pregunta por la otra parte del binomio sexual sea una deriva pendiente.

Lo masculino se define por su significante central, y de ahí por elaborar una cartografía erógena del cuerpo. Lo femenino es ese sexo que no es uno. Mientras lo masculino se explaya, se demuestra mediante el pliegue convexo de su plétora, lo femenino se muestra hacia sí mismo, se pliega cóncavo hacia el interior del cuerpo. Tomemos un ejemplo. Illiona’s House Ejaculation, de la serie Made in Heaven de Jeff Koons, se conforma icónicamente por tres elementos fundamentales. El primero que podemos mencionar obedece a lo denotado en la pose femenina, el segundo es relativo a la pose masculina, y completando la triada, tenemos el semen, que sirve como prueba del acto sexual y del goce masculino simultáneamente. Toda una imagen porno hecha en el cielo. El falo dicta el orden interno, lo centra, y de él emana la veracidad orgásmica. Parece difícil dudar de su naturaleza y función al interior de la imagen, como tampoco podemos aseverar nada sobre el goce de su compañera. Si lo simbólico se organiza en flujos que entendemos como cadenas de significantes, el falo se propone como su centro, como aquel imposible de ausentarse para comprender a la imagen como porno. Una clara consecuencia del impulso libidinal del psicoanálisis: al fragmentar el cuerpo, el falo se esgrime como significante central de la erótica corpórea; al eyacular, mantiene su centralidad al interior del sintagma pornográfico. Si bien es cierto que en su impulso fisiológico el porno pretende documentar el placer, también lo es que escoge el masculino por su claridad sígnica, la otra parte del binomio, lo femenino en el porno heterosexual, o lo pasivo en todos los subgéneros, carece de certeza.

La ciencia nos habla de diversos indicadores, lo cierto es que en nuestras relaciones cotidianas, estos indicadores parecen esconderse, o al menos parecemos indiferentes a ellos, nuestra certeza apuesta por la intensidad de los movimientos, la gestualidad y los gemidos. La disposición del cuerpo de Cicciolina será difícil de ser asociada con su propio goce, sencillamente porque la lectura es doble, y no puede dejar de asociarse con la complacencia de su compañero (o incluso del voyeur), lo que propone una lectura del placer masculino sobre el femenino, al menos en este nivel. Lo que escapa de todo compromiso con la pareja, con toda posibilidad de lectura al interior del sintagma es la expresión facial, de la que Koons no se percata, dada la posición de la guapa, pero nosotros, los consumidores visuales de esta imagen, sí lo notamos, de ahí que la imagen esté creada para nosotros, en una discursividad que se dice, estará completa sólo cuando alcance a un receptor.

El semen sobre el cuerpo de la actriz, el falo del que gotea, las nalgas que se ofrecen para recibirlo y el gesto de la guapa que completa al sintagma son ya signos existentes en el género, internalizados, y en dado caso, hasta exclusivos de la pornografía. Toda actriz porno debe saber cómo inclinar la cabeza, cerrar los ojos con la fuerza necesaria para alcanzar a fruncir el ceño, y mientras tanto, mantener los labios entreabiertos. Es irónico que haya sido la pornografía quien rescatara el gesto propuesto por Bernini en su conocida Transverberación de Santa Teresa hace tanto tiempo; que los códigos de tan arcaica religiosidad estén tan cerca de lo que hoy significamos como placer sexual. La colaboración del italiano es paradigma representacional del gesto orgásmico, y se ha adoptado por las formas porno en modo de calcomanía o bien en pequeñas variaciones que permiten abrir el modelo discursivo, cartografiarlo mediante las diversas directrices que conforman lo paradigmático, poniendo en escena todas esas posibilidades que construyen sentidos diversos arboreciéndose connotativamente en torno a un significado central, por supuesto, el de un goce sexual. Y el paradigma sigue funcionando. Puede derivar en poses que esbocen sonrisas, gritos, en las que los ojos estén entreabiertos, o incluso cancelados por cintas, antifaces, gafas… Aunque este gesto haya sido abiertamente usado en los momentos en que la actriz se dispone a recibir los chorrros de semen que confirman el goce masculino.

Vemos que el problema femenino no puede circunscribirse a la representación dado el principio de verosimilitud. Representar es llevar a un código una realidad profunda que podrá ser reconocida por los distintos lectores que la obra pueda alcanzar. Hoy resultaría hilarante presumir de la capacidad de cualquiera para reconocer el orgasmo en una mujer. Así el principio de la documentación fisiológica se fractura. Si podemos hablar de una emulación orgásmica en cualquiera de las posibilidades, esta sucederá de acuerdo con los principios de la simulación.

“Simular es fingir tener lo que no se tiene” (Baudrillard, 2005: 12), es el principio estético que basará su referencialidad en un modelo y no en lo real. La distancia comparativa es grande: la representación deviene real por su referente empírico, la simulación deviene hiperreal por su referente como modelo hiperbolizado. Hoy vivimos inmersos en simulacros, y el terreno sexual no es la excepción; desde la precocidad púber hasta la liberación taoísta, la dinámica general pareciera ser la de llenar esquemas (Baudrillard, 2005: 9-80). La lógica transitoria que va de la realidad a la imagen-original, a la creación de la copia-modelo y finalmente al simulacro que tautológicamente regresa a la copia para regenerarse, hoy guiña un efecto de reversibilidad en producir lo real como otra copia: la realización del modelo mediante la reversión de los simulacros.

El close up fue el modelo a simular hasta hace algunos años, en que la industria giró a sórdidas eyaculaciones femeninas, poniendo sobre la mesa una auténtica ironía: hacer que una mujer pierda su facultad simulacral, seductora, a cambio del rasgo masculino de la evidencia, el peor de todos los devenires. Construir una vagina eyaculatoria es separarla de su multiplicidad femenina, equipararla con el significante despótico que organiza un cuerpo erógeno. Por suerte, el rostro sigue reinando, y no sólo por el gesto, también lo hace mediante la voz. Sabemos que ya existía el money shot en el Vintagge francés y en la Blue Movie norteamericana (formas porno del cine silente), aunque la anatomía parecía ser el único atractor femenino para la cámara, hubo que esperar hasta lo sonoro para dar parte del histrionismo femenino y sus posibilidades orgásmicas. Esta es la más grande proyección del film porno, que además sucede en dos dimensiones: el sonido de las grandes producciones nunca corresponde al emplazamiento de la cámara (ahí la imposibilidad naturalista y la garantía de la ilusión), además, en el interior del género, lo visual es masculino y lo sonoro femenino (Williams, 1999: 120-126). Esa sonoridad abre un muy amplio terreno.

El orgasmo es competencia del deseo, y por tanto, imposible de aprehender, como Sade calificando de indecibles los cuerpos de las jóvenes; como Sacher-Masoch haciendo abstractos símiles de Wanda con Venus. Tal vez, de ahí la complejidad de esta materia para ser abstraída sígnicamente: el signo no es discurso (está mas cerca de ser su antítesis), es la ruptura de un flujo característico de la práctica discursiva. No detener parece el principio, fluir sin rupturas lingüísticas ni conclusiones narrativas, escapando de que la única certeza orgásmica depende del falo.

La creación de una imagen -visual, sonora, literaria, da igual- que no se agote en la certeza del placer, un flujo de confirmación de deseo que antes de detenerlo siga confirmándolo: la femme fatale (y sus análogos) es entonces el modelo a seguir y el arquetipo por romper. El objeto de deseo que aun poseyéndolo no dejamos de desear. Probablemente esa sea la manera de preservar un deseo que nunca se agota, la más superficial consecuencia del principio del placer y no de una realidad sublimada, ya que por nacer de la propia libido no le hace falta nada.

Lo porno-aural deberá circular en torno al placer femenino, y dado que no hay forma para documentarlo con certeza, se concretará mediante un contrato de verosimilitud similar al cinematográfico. Permanece en el terreno del simulacro, y de uno que no concluye. Independiente de un deseo saciado mediante el clímax supuesto por la orgásmica conclusión, el proceso aparece como interminable: cualquier intento por cerrar la narración (y por tanto iniciarla) develaría un sentido que se aleja del terreno auditivo para mantenerse fiel a un campo visual que no le compete, devolverlo a un cine sin pantalla. Narrar un sexo diacrónico, mediante voces del cuerpo libidinal que culminasen en el placer, implicaría un paro técnico del deseo. Simular un sexo sincrónico que no inicia ni concluye, nos traslada a un dispositivo que cartografía el movimiento del deseo y no su consumación. Ya no una verdad eyaculatoria, antes bien una máquina deseante construida a partir de flujos entre los dispositivos boca-voz-oído.

Podemos encontrar en lo fonético este guiño por aislar a la voz de sus propiedades comunicativas. Es natural pensar que las palabras son palabras y los sonidos son sonidos; la primera es competencia de la lingüística, la segunda de la acústica (Cage, 1973: 147). Hay una constante invitación, toda una construcción seductora para escuchar en la voz aquello con que se vehicula el lenguaje, que lo hace tangible pero nunca aprehensible. Un cuerpo cargado de un sentido imposible de ser comprendido por la lingüística de cualquier escuela, un cuerpo de deseo que no viajará por sus palabras, sino que hará presente, perceptible, esa sensualidad mediante la voz. Así condicionamos una separación: más allá de distraer nuestra atención con el discurso que la subjetividad de un cuerpo pudiera hacer patente, vayamos por el cuerpo libidinal, ese cuerpo que no se comunica mediante palabras, ese cuerpo que suspira, que ríe, que solloza, que expira, y por supuesto, ese cuerpo que gime (Barthes, 1995: 243-304).

Si podemos rescatar la dimensión del signo semiológico, será solamente mediante su disolución. Tautológica repetición sígnica que implica la desimbolización de toda articulación fonética y que en esta saturación desaparece por su propio exceso. Un significante que persiste frente a un significado que abandona la partida y lo deja en el marco de la significancia dada por un énfasis propio de la plétora: entra en juego el grano de la voz. Lugares comunes dejan de serlo porque su valor está en la textura de la voz. Cada voz será siempre una porque similares cuerpos vibratorios tendrán disímiles cuerdas vocales. Cada emisión será particular gracias a que los principios de pronunciación culturales y fisiológicos intervendrán en ella. Cada gemido único, ya que el cuerpo que los produce se desliga de toda intención simbólica por generarlo. Desterritorialización de un aparato fonador que no sabe de convenciones y arbitrariedades.

Hay palabras que no pueden ser expresadas porque están desprovistas de significación, percepciones que son imposibles, cosas que no podemos ver. Estos pequeños puntos, ínfimos momentos, que se nos presentan como parte de lo real y que se disparan en grave lejanía de lo decible, de lo que es nuestro. “Ir siempre mas lejos en la desterritorialización... a fuerza de sobriedad. En vista de que el vocabulario está desecado, hacerlo vibrar en intensidad. Oponer un uso puramente intensivo de la lengua a cualquier uso simbólico o incluso significativo o simplemente significante. Llegar a una expresión perfecta y no formada, una expresión material intensa.” (Deleuze y Guattari, 1998: 32).

No podemos estar esperanzados en la música. Si bien es cierto que esta es una de las asemias por excelencia, también lo es que con su propia disciplina tenderá siempre a lo simbólico. La clasificación de los registros vocales de la ópera representa a toda la familia, una proyección de la tragedia de Edipo muy bien estructurada en todos sus símbolos y dimensiones (Barthes, 1995: 280). La voz del cuerpo libidinal es la voz del ritornelo, que siempre buscará agenciar un territorio más allá del cuerpo: se inunda el espacio que pertenece, se explora y se agencia el deseo colectivo (Deleuze y Guattari, 2002: 298-358). De la kafkiana sinfonía doméstica a una domesticación sinfónica libidinal, y todo gracias a un orgasmo.

Pensar en las voces de un cuerpo libidinal no exime la significación que culturalmente hemos asignado a cada voz. A pesar de ser una semiótica asignificante, las voces del cuerpo se reconocen: siempre son índices expresivos. Una semiótica asignificante no se construye por la estricta ausencia de significados, sino por la dramática disolución de un binarismo de significación en su sentido: siempre podemos reconocer la alegría en una carcajada, pero a menos de estar inmersos en el contexto que la generó, siempre sucederá una pregunta a nuestra aparente significación. Ausencia de significados que en sí misma encierra la permanencia de un código. Aunque ambiguo, este código encarnará la confrontación entre un cuerpo libidinal y un oído hermenéutico, que a pesar de metodologías es incapaz de crear un punto de ruptura frente a lo que se antoja como una cartografía intertextual de la representación del orgasmo femenino.

Bibliografía
(el año corresponde a la edición consultada)

Barthes, Roland (1989). La cámara lúcida: nota sobre la fotografía. Barcelona. Paidós.
Barthes, Roland (1995). Lo obvio y lo obtuso: imágenes, gestos, voces. Barcelona. Paidós.
Baudrillard, Jean (2005). Cultura y simulacro. Barcelona. Kairós.
Cage, John (1973). Silence. Connecticut. Wesleyan University Press.
Deleuze, Gilles y Guattari Félix (1998). Kafka: por una literatura menor. México. Era.
Deleuze, Gilles y Guattari, Felix (2002). Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia. Madrid. Pre-textos.
Foucault, Michel (1996). Historia de la sexualidad 1: la voluntad de saber. México. Siglo XXI.
Gubern, Román (2005). La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas. Barcelona. Anagrama.
Olcina, Emili (1997). No cruces las piernas: un ensayo sobre el cine pornográfico. Barcelona. Laertes.
Williams, Linda (1999). Hard Core: Power, Pleassure and the Frenzy of the Visible. California. University of California Press.
Yehya, Naief (2004). Pornografía: sexo mediatizado y pánico moral. México. Plaza Janés.