viernes, 22 de agosto de 2008

De Made in Heaven 1: las esculturas de bienes de consumo

De Made in Heaven se pueden decir muchas cosas. Decir por ejemplo que la serie es la materialización vouyer de la alcoba matrimonial, y que a través de ella se nos muestra lo que una actriz porno puede hacer con su marido. También se puede decir que la serie se comporta como arte pornográfico, y que la razón se encierra en la irrupción de imágenes de sexo explícito en el espacio del museo. Estas dos líneas son ciertas, y son cosas que cotidianamente se recuerdan en la cátedra de diseño y comunicación de grado y postgrado en México: es casi irremediable que el tema se escuche al menos una vez a lo largo de un curso. Pareciera que este es uno de los pocos referentes de algunos profesores de estas áreas para abordar al arte contemporáneo, y el único para tratar al arte pornográfico con algún ejemplo específico. Muy a pesar tanto de los estudiantes como del profesorado, las reflexiones que se presentan en torno a la serie son por lo general muy pobres en términos interpretativos; es difícil ir más allá de la ficha que especifica año y lugar de la exposición, número de piezas, curador, técnicas y esos detalles mas bien descriptivos. En pocas ocasiones, también se recuerda la publicidad de la exposición en espectaculares y otros medios, y se llega incluso a señalar que mediante ese recurso se trató a la exposición entera (con sus contenidos, piezas curaduría y espacio) como un bien de consumo. Generalmente, la academia se regodea en la estridencia de lugares comunes como el de la pornografía llevada al museo o el del cuestionamiento del canon de belleza mediante el sexo explícito, a veces ignorando que ciertas alusiones a la pornografía y otros modos de la cultura de masas ya estaban presentes en el trabajo de Koons previo a la serie, junto a muchos otros guiños que refieren a artistas que le precedieron. (Saltz, 2004).

A decir verdad, y dando el mérito a quien le corresponda, el recuerdo de la campaña publicitaria y su travesía por la propuesta estética de la serie, abre todo un universo de posibilidades interpretativas, muy rara vez exploradas en el marco de la cátedra. Lo que se hace más evidente en un trabajo de reflexión a propósito de la piezas que la integran, está en la construcción de imágenes con motivos encarnados por personajes que son bienes de consumo en el registro del arte y la pornografía: ambos son personalidades que han colaborado determinantemente en la construcción de una determinada y muy crecida industria fílmica y al mismo tiempo en la abrupta pero bien definida escena del arte contemporáneo. Es un lugar común declarar que la publicidad hace un fetiche de su mercancía para presentarla a la sociedad de consumo, por lo que deducimos que los carteles publicitarios de la exposición no pretenden poner las piezas al alcance del ciudadano promedio, eso sería cínicamente hilarante hasta para el propio medio pornográfico o incluso para Jeff Koons. Mediante los carteles de la exposición, los medios publicitarios de difusión cumplen con el cometido de reificar a los personajes en su cualidad de distintiva mercancía en cada uno de los contextos que les compete. Cada cual en su campo, ambos son piezas clave de cada universo. Este compromiso implica cargar a cuestas el código que los define, código al que ayudaron en su nacimiento y que evidentemente continúan hasta su establecimiento. Dejar que el código fluya es un proceso inherente a ellos: lo actúan constantemente en una transferencia que en Made in Heaven queda clara en un gesto que algunos leen sólo como una estridente irrupción de imágenes pornográficas en el espacio del arte.

Pareciera que las Esculturas de bienes de consumo nunca funcionaron en forma tan conceptual, sino más bien en una producción que incluso se antoja automática, casi como la de Warhol. Ciertamente, la Escultura de bienes de consumo es la propuesta de Jeff Koons, el principio que da sentido a la mayor parte de su obra. Desde The New, y pasando por Ballons o Puppies, hemos asistido a una larga presentación de objetos de consumo, otrora mercancías, diferenciadas del resto mediante su condición de objetos museísticos. Podemos imaginar al artista paseándose por los pasillos del centro comercial, revisando los distintos modelos de cada herramienta, comparando tamaños, colores, texturas y formas, tal vez hasta probando la facticidad desde la eficacia, ergonomía e incluso la complejidad operativa de cada una. Escogiendo uno por uno, y por supuesto, gastando grandes sumas de dinero en la adquisición de los útiles, que de hecho dejarían de serlo en el momento en que llegaran a su estudio para ser colocados dentro de cajas de plexiglás con luces de neón, y así incorporarse a la colección, perdiendo el don que les confiere su propia condición de útiles, con todo y su producción industrializada. Una acción de liberación de la mercancía que concordará con el efecto recepcional, dado que Koons nunca impone un criterio estético detrás de si; acorde con Koons, sus piezas están destinadas a ser símbolos del amor, la belleza y la felicidad. (Morgan, 2005). A pesar de la transpolación, y con toda la estridencia, dramatismo, y hasta herejía que ven algunas academias, y que en este nivel bien pueden acotar o no a Made in Heaven, la acción de Koons no se distingue por la gran cifra que firmó con su tarjeta, sino porque sencillamente el gesto de hacer que una aspiradora sea arte no tiene precio.



La operación no tiene demasiadas complicaciones. Jeff Koons sencillamente se apropia de la apariencia de determinadas mercancías, sólo eso. La realización de este proceso en las esculturas es el resultado de una sencilla sustracción: primero las exime de la generalidad que les provee su condición de producción en masa para distinguir objetos de consumo, es decir, remueve el carácter serializado con que se producen, distribuyen, publicitan y venden para dejar en ellas la relativa autonomía que las distingue tras la compra, en el hogar o cualquiera que sea su espacio operativo propio. Después aparta a los objetos de todas las virtudes fáctiles que poseen en tanto útiles: las aleja de todas las posibilidades de uso dejando sólo formas y colores, tamaños y texturas, haciendo que lo único que quede sea su imagen, al final del día, la más general condición que los hace ser perceptibles para la mirada, y que además es el primero de los muchos procesos que pueden suceder en nuestra relación con el mundo, por definición helénica, occidentalizada, y por tanto, visual. Despoja a las mercancías hechas objeto de la relativa profundidad que pudiera distinguirse por el específico uso de la herramienta, en su facticidad o bien en el gasto como evidencia fáctil. En resumen, es una apropiación de la superficie del objeto, y en tanto su superficie es el primer vínculo, la apropiación sucede desde la integridad del objeto. “Para mi, integridad significa inalterado. Cuando estoy trabajando con un objeto siempre tengo que darle la más grande consideración para no alterarlo física o hasta psicológicamente. Trato de revelar un cierto aspecto de la personalidad del objeto.” (Koons, citado por Ottman, 1986). En esa superficie se encuentra esa cualidad que hace a cada objeto ser único frente a la mirada, y que puede hacerse objetiva incluso más allá de sus condiciones de uso.

Este proceso sustractivo ya era bien conocido por los artistas Pop, es propiamente el vehículo para alcanzar el efecto de desimbolización que con tanta admiración es señalado por tantas academias en el movimiento originado en los sesenta. El giro metodológico para apropiarse de un único elemento de la imagen es la cualidad que converge en la producción de piezas sin ningún trasfondo, sostenidas por la horizontalidad de la serie, exposición o incluso movimiento en tanto artístico; de ahí que donde muchos despiertan su admiración, otros encuentren razones específicas para demostrar su repudio, propiamente encuentran el fundamento para atacar el rompimiento con la tradición de contener al mundo mediante determinadas técnicas plásticas y conceptúales y así poner en obra el motivo de representación. Mediante la estrategia sustractiva, los escultores de bienes de consumo logran posicionarse en una tradición que enfatiza su universo cultural norteamericano: el Pop no encuentra en la Unión Americana el lugar para florecer de manera espontánea, sucede ahí porque considera elementos del propio universo que define a esa comunidad como motivo de sus piezas, aunque esta sólo pueda definirse mediante el diseño y la producción de mercancías serializadas. En la misma línea, aunque en un proceso un tanto más intrincado, el gesto apropiado del Pop contextualiza a estos artistas en una reciente diacronía, si se quiere materialista, que se hace de la historia del arte contemporáneo.

De Made in Heaven 2: el arte y sus procesos textuales

La transpolación del objeto común a objeto artístico es algo ya tradicional en el proceso del arte del siglo XX. Siempre que esta línea sea considerada, irremediablemente se regresará al readymade de Marcel Duchamp (Koons, citado por Ottman, 1986). Se ha escrito mucho sobre el readymade; lo que aquí podemos recuperar es la discusión en torno a la pertinencia de tomar un objeto de uso cotidiano como un objeto estético. Con Fountain, la belleza propia del objeto pudo funcionar como todo un tema de discusión en la Sociedad de artistas independientes, quienes se explicaron la atención del artista por el objeto en función de su saturado color blanco o su forma oval ligeramente extendida en un extremo. La evidente pregunta viene por todos los otros orinales ovales de porcelana blanca que produce la misma fábrica, o los que con ese origen u otro, han llegado a insertarse en el mundo, y que evidentemente comparten ambas propiedades. La primera hipótesis que podemos rescatar, es que la diferencia entre objetos de arte y objetos cotidianos no está dada por su belleza, en tanto que esa belleza puede ser encontrada en cualquier otro objeto producido por el hombre, cuestión dramatizada gracias al auge del diseño en los setenta años que han pasado desde la presentación de Fountain y de todos los demás readymades de Duchamp. Aquí, la diferencia es marcada porque Duchamp escogió ese urinal para ponerle esa firma y presentarlo de esa manera en ese contexto. El gesto de reificación al que somete al objeto, convirtiéndolo en un objeto de exposición con toda el aura y protocolo que esto pueda implicar, es el acto artístico. Irónicamente, un gesto imposible de ser aprehendido de alguna manera, imposible de ser simbolizado, sencillamente sucede. (Danto, 1981: 93-94).

A pesar de las muchas preguntas que planteó la colaboración de Marcel Duchamp, en la lógica oposicional entre objetos comunes y objetos artísticos, el principal problema del readymade se evidencia por el carácter ontológico del objeto estético o, al menos, del objeto artístico. Así podemos recordar, aclarar, que la obra de arte es la puesta en obra de la verdad del ser (Heidegger, 2005), o que al menos eso sabíamos. Pero antes de hacer el mundo campesino en un par de zapatos usados o en la representación de cualquier otro útil, el problema es que el proceso del arte parte de un sencillo principio: el de poner en obra. Esa es la primera ausencia en el readymade. Al menos en lo que respecta a las artes visuales, la puesta en obra implica la concepción de una mirada para reproducirla en un lienzo, y lo que no puede eximirse en este proceso es el carácter de producción, característico de todo objeto estético, su valor artístico. La puesta en obra es la materialización de la mirada, lo que confirma precisamente el proceso de producción y de donde se desprende la técnica y hasta el aura de la pieza. Frente a este principio, y con todo el carácter del oficio del artista tan llevado y traído en tantos siglos de academia e historia del arte, los procesos de representación necesitan suceder desde esa cualidad de producción: producir una imagen que represente al mundo. Ese fue el cometido de las artes, al menos lo fue hasta que llegó Duchamp. Él altera esta elemental y sana base: aunque transmuta al objeto ahora reificado por el valor de exposición, no pone en obra nada, no produce el objeto, presenta el objeto. De ahí que se condene a Duchamp por ser el primero en negar el impulso creativo de una disciplina determinada por su propia tradición.



Aunque en otra dimensión, la dinámica del Pop también tocó al objeto común. Two Towers (1960) de Jasper Johns (dos latas de Ballantine Ale en bronce pintado) es un claro ejemplo. Podemos tomarla como una recuperación de la superficie de los objetos cotidianos y de consumo, aunque aquí sea desde un regreso a la puesta en obra. En 1917 Fountain llamó la atención de la producción artística en estos objetos que por la industrialización se hacen comunes. Pero hay distancia: no es lo mismo presentar el objeto ordinario con la firma de un seudónimo que re-presentar las latas de cerveza en bronce, con todo el empeño por marcar la diferencia entre la lata y la escultura con la diferencia de tamaño y las huellas dactilares que la escultura conserva. La labor de Jasper Johns es una inversión del readymade, es pasar del posicionamiento estético del objeto común al posicionamiento estético de la apariencia del objeto común. Lo que está presente en Two Towers no es la belleza inherente a un producto industrializado (al menos no es sólo eso), sino el referente absoluto que adquiere la cerveza como objeto de consumo. (Kroker, 2001: 114). Un rescate de la puesta en obra antes que de la tradicional belleza estética. Análogo trabajo el de Andy Warhol: Brillo Box (1964) va de la mano con Two Towers, en principio, porque vemos como el Pop pone mucha atención en el motivo de sus piezas, la apropiación sólo es de objetos que ya tenían el aval de belleza que de alguna manera se les confirió desde su diseño: al estar dentro del mercado, al ir y venir en el mundo, su positiva recepción visual estaba garantizada. (Danto, 1997: 92) Parafraseando el Génesis, «Al principio el hombre creó la imagen del consumo, y vio el Pop que eso era bueno». Simultánea a la apropiación, el Pop marca un regreso a la producción. Evidentemente ya no de una mirada en la que se hace al mundo, del campesino o de lo que sea, una re-producción del objeto en su forma más literal. Basados en un principio por recuperar el oficio artístico (aunque sólo fuera como elaboración de imágenes), los artistas del Pop vuelven a poner en obra, abriendo así una gran posibilidad para recuperar la tradición artística desde el cuestionamiento que planteó el readymade.

Como resultado temporal de estas dos propuestas, en el punto medio conceptual, o si se quiere, hasta como resultado materialista, aparece la Escultura de bienes de consumo. Cuando Koons presenta The New (1980) está recuperando al objeto desde su belleza propia, tazada en el color, forma y textura de cada aspiradora, lavadora o secadora. Al igual que sus sucesores inmediatos en el Pop, considera objetos industrializados, producidos en serie, que ya han pasado por algún tipo de certificación de gusto y practicidad por el consejo de determinada compañía. Pero conjuga a los dos porque ni los produce ni los toca, y va más allá porque dispone la reserva aurática que los mantendrá resguardados del mundo (en este sentido es tanto como lo hecho por Haim Stainbach, su contemporáneo en readymades, quien coloca a los objetos en instalaciones que igualmente hacen el aislamiento de los objetos). El auge del consumo que como lógica materialista del capitalismo tardío, funcionó al Pop para superar a Duchamp, es el mismo que le sirve a Koons para aventajar al Pop: la sustracción del uso que adquieren la Escultura de bienes de consumo se enriquece frente a Fountain o Brillo Box por la tecnología de una aspiradora frente a la de un orinal, una lata o una caja de cartón: la lógica temporal pide producciones en serie cada vez mayores, y con un detalle operativo y electrónico igualmente creciente; condición problematizada porque la autonomía del objeto en su calidad de consumo nunca resultará equivalente. Además de ser el objeto cotidiano en condición de nunca usado, la diferencia se completa por la presentación en una caja de plástico que termina de aislarlo de todo contexto cotidiano para presentarlo como una efigie, una reliquia propia del valuarte histórico que es protegido por el museo.

De la presentación del objeto realizada por Duchamp a la re-producción en que se aventura el Pop, The New se ubica más cerca de la primera. En cuanto a la producción aurática de Fountain, el trabajo de Koons se distingue por si mismo. Primero las convierte en esculturas apropiándose de su imagen, después les reserva un espacio distinguido por las cajas de plexiglás, es un trato por su conservación como reliquias. Así Koons garantiza una reificación que va más allá de un aval curatorial o museístico, porque propiamente, esta reificación viene dada por el artista, no por la figura del especialista, el edificio dispuesto como espacio del arte o incluso el discurso de la propia historia del arte. Podría decirse que es él quien produce esa inmanencia metafísica, quien dota a su producción artística de un aura que no viene a la pieza por la autonomía de su producción, sino sólo por un toque apropiacionista que se presenta a si mismo como algo tan poderoso que pudiera compararse con la divinidad. Aquí es donde la apropiación funciona. Como en Johnes y Warhol, el objeto de consumo es re-producido; como en Duchamp, el objeto de consumo es presentado. Pero esta ambivalencia es sólo posible por la propia re-producción de la imagen, incluso antes que la mirada: aquí el readymade se hace tecnología de apropiación. Mediante The New, se presenta la imagen de una mercancía y consecuentemente se produce al objeto estético y al artista como bienes de consumo; partiendo de la apropiación de una propiedad física de los objetos, Koons reinventa al readymade reinventando el propio oficio escultórico. Contextualiza al readymade, y lo presenta a la sociedad de la era del consumo (Ayers, 2008).



No cualquier mercancía es susceptible de convertirse en la escultura de un bien de consumo. La primera característica con que debe cumplir, es haber logrado un posicionamiento en la memoria del observador, previo a su encuentro en la galería; este principio se completa mediante series como las mascotas en cerámica, mediante los cuales Koons se lanza a la realización de un símil con la historia de las culturas, con esa preservación de los objetos cotidianos que han perdido su uso gracias a la posición dada por la curaduría. Recuperar el referente de la cotidianeidad, re-producirlo en un taller de artes plásticas y presentarlo en un museo es un gesto complejo, una llamada de atención a la producción artística, ahora re-comprendida desde cierta aura mas bien cínica en la pieza. Proponer un objeto de consumo es proponer un hito de la cultura de masas, es proponer que la belleza con la que investimos popularmente a determinada mercancía es suficiente para descargarla en la recepción de la exposición. Como los conocidos globos presentes en las banales festividades, la escultura de bienes de consumo lleva a cuestas esa carga transestética, presente en la relación que vivimos día a día con lo Kistch. Ahora bien, no es lo mismo jugar a encapsular lavadoras o a esculpir simulaciones de globos con formas caprichosas que fotografiar o esculpir pornografía. Hasta aquí el principio ha sido desarrollar las condiciones generales de la Escultura de bienes de consumo sólo para sostener que Made in Heaven se mantiene acorde con estos principios, pero cuando el giro que se da a los elementos como motivo de la pieza deja de ser presentado desde el objeto real para ser capturado por la cámara fotográfica o modelado en figuras de plástico, se pone en claro que la dinámica no opera desde el mismo espacio de seguridad.

Reducir el útil a su apariencia es convertirlo en signo. El signo es arbitrario, por eso la vacuidad en Duchamp, pero la alusión Pop se basa en la dinámica del símbolo que fractura su relación con lo que hace que el símbolo no esté propiamente vacío. Mediante su apropiación, Koons enfatiza la fractura Pop; al deificarlo como reliquia, Koons invierte el símbolo del objeto: cambia su naturaleza ontológica y lo deja orbitando en torno al referente museístico. Ese es el trastocamiento realizado en Made in Heaven: llevar a una imagen cualquiera al nuevo orden de referentes. Los elementos incluidos en la serie funcionan desde su misma condición sígnica: una apropiación de la superficie para plasmarse en el lienzo. Koons y Staller no funcionan como bienes de consumo de nada, siguen funcionando como reificación dada por el artista. El símbolo de Cicciolina es abstraido de su condición porn-star y trasladado a motivo de obra de arte. Paralelamente, no puede abstraerse el símbolo de una imagen al traducirse en otra imagen. Las aspiradoras siempre se verán como aspiradoras aunque estén exentas de su utilidad. Koons confirma la nula facticidad del icono, mantiene al símbolo porno al mismo tiempo que reifica la condición de la pieza como objeto estético. El símbolo confirma nunca estar completamente vacío, pero es un símbolo de consumo porque la estrella en cuestión es registrada en la actividad que le confiere el simbolismo: es la actividad puesta en obra lo que le permite ser a la vez símbolo y objeto de consumo. De ahí que sea necesaria la apropiación del código porno, es la única forma en que La Cicciolina es reificada como una Escultura de bien de consumo. Por eso Koons es el autor, por eso la contrata para posar en las piezas: la confirma como bien de consumo y asegura la decisión del artista que ratifica la condición aurática.

De Made in Heaven 3: expansiones del texto porno

La gran fama que convirtió a Cicciolina en pornstar es su cualidad como bien de consumo. La referencia que carga a cuestas mediante su propia imagen física, y que en muchos casos garantiza incluso cierto éxito de mercado para la cinta en la que participe y/o que opte por imprimir su fotografía en afiches, portadas y otros medios de difusión propios del género. Koons lo sabe, sabe de esa identificación, sabe de esa garantía de consumo, sabe que la Cicciolina es una estrella del mainstreim pornográfico, y que como tal, su presencia icónica y su desempeño histriónico en términos sexuales la han posicionado muy eficientemente como símbolo en la producción, difusión y consumo de la industria porno europea de mayor presupuesto. Cicciolina impactó la escena con tal fuerza que logró cruzar las fronteras y llegar al epítome californianio de la industria mundial. Esa conciencia de Koons es el principio para basar algunas fotografías de Made in Heaven como alegorías de ciertos encuadres de The Rise of the Roman Empress (Ricardo Schicchi, 1987), cinta producida en la Unión Americana con todos los albores que un gran presupuesto puede auspiciar, de hecho, con los que el equipo nunca había trabajado por nunca acercarse a ese financiamiento. Irónicamente, recurrir a las estrategias de puesta en escena y puesta en cámara de una película porno de alto presupuesto posterior a 1973, es recurrir al camino recorrido por el código elaborado en pornografía por derecho propio; específicamente, es transitar el sendero trazado por el Porno Chic, término que viene en apropiación desde el título de un artículo publicado en New York Times, que acompañó en ese año el inusitado éxito de la exhibición de Deep Throat (Gerard Damiano, 1973).

Sabemos que se ha producido pornografía desde hace siglos. De Pompeya a los grabados y relatos del Marqués de Sade o de Fanny Hill, el sexo explícito como motivo siempre ha estado presente en el escenario cultural, aunque sea esa historia maldita, eso que como cultura preferimos ignorar. Ese carácter marginal de la pornografía no estaba dado en la cotidianidad con la que los romanos se relacionaban con imágenes de sexo explícito, hubo que esperar el rescate que la Corona británica hiciera de las ruinas del Vesuvio bajo el puritanismo de la Inglaterra victoriana para acuñar un término que etimológicamente nos remite a la escritura de lo obsceno (Baley y Barbato, 2005). A partir de ese periodo, occidente se vio inmerso en la censura impuesta por el decoro de una moral expandida desde la cristiandad, carga cultural que nos ha acompañado desde entonces y que a pesar de las libertinas fugas que observamos, aún hoy sigue imperando. “Nosotros los victorianos”, llama Michel Foucault a la limitación que en occidente se ejerce sobre los cuerpos sexuados en toda su potencia performativa y los promueve con el tramposo escape de la scientia sexualis. No es de extrañar que algunos autores conciban a la pornografía como documental fisiológico, lo cierto es que la scientia sexualis sólo deja espacio para la confesión, en cualquiera de sus modalidades, alejándonos de la experiencia sexual, y así de una tradición presente en todas las demás culturas, en las que se observa el cuidado del desempeño, de las formas y acciones que optimizan el camino al placer. Comprender lo que nosotros vemos como sexualidad en un plano más cercano a la experiencia, es imbricarse en la tradición del mejoramiento de la actividad sexual sin fines reproductivos: ars erotica. (Foucault, 1976: 67-92).

Si bien es cierto que en “La voluntad de saber” no se pierde tiempo para señalar a la confesión como forma del poder, y de ahí extenderla a todas las formas definidas por la acción de “hacer discurrir”, también lo es que esa es una línea explorada por algunas formas teóricas que por ahora no son del todo pertinentes y que más bien nos alejaría del problema aquí delimitado. Lo que nosotros vemos en la disertación foucoltiana es que la tradición occidental hizo de su sexo un asunto de discursividad; trasladando este principio a la tradición académica por la que opta este trabajo, vemos fácilmente que la labor de la scientia sexualis es la de sustituir la experiencia por sus signos: significarla, y así, abrir los campos de significación pertinentes para cada una de las formas de codificación en las que la sexualidad tiene cabida, desde la indagación científica hasta la culposa deuda cristiana: discurrir la sexualidad según los principios de cada disciplina, para que incluso al interior de cada una de ellas, la erótica sea significada desde su mayor certeza, codificada según la forma que auspicie al discurso. Un código es el cruce de determinadas prácticas discursivas, la acción sistemática de un determinado grupo de signos en una línea, una cadena de significantes que busca un sentido determinado. Es un conjunto de principios al mismo tiempo contenidos y subyacientes en el mensaje, siempre parcialmente latentes o manifiestos mediante las estrategias de una sintagmática y una paradigmática, permitiendo discursos susceptibles de su reconocimiento al interior de la convención. Un código es un cruce de líneas discursivas que en su travesía organiza un universo, una meseta, un territorio: delimita las reglas de su juego en la codificación que ha establecido, reconoce a los suyos en su interior y distingue también las producciones que no le pertenecen. Es principio de distinción y clasificación de los mensajes, es la acción distintiva de las variables que integran a la práctica discursiva en forma externa o interna. Se concibe por su sistema y estructura, manteniéndose abierto por una constante invitación a su travesía, siempre dispuesta, bien para su lectura, bien para su escritura.

La pornografía tiene un código (Giménez, 2006). Con determinadas características, la pornografía es también puesta en obra, discursividad que pretende cierta confesión del placer. Sabemos que siempre ha existido, pero sus temas estuvieron por mucho tiempo orbitando en torno al placer masculino (principalmente en Sade) y a la anatomía femenina (en la amplia tradición del desnudo pictórico y fotográfico). La pieza que equilibra la balanza es precisamente Deep Throat. Su argumento es bien conocido: una chica imposibilitada para alcanzar el orgasmo mediante el coito vaginal por tener el clítoris ubicado en la garganta, y su búsqueda por el placer en la ayudantía terapéutica a otros pacientes del médico que da el diagnóstico, hasta finalmente desarrollar la técnica de felación que le permite alcanzar el placer orgásmico. Es grande la controversia que el film puede despertar en distintas esferas académicas; de entrada el impacto comercial: con una inversión de US$ 25,000, Deep Throat alcanzó una recaudación superior a los US$ 600,000,000 sólo por la exhibición en salas, confirmándola como la película pornográfica con mayor éxito en la historia. Y obvio, con este éxito vino su condena, convirtiéndose también en el centro del debate legislativo acerca de las leyes de regulación de obscenidad en la Unión Americana, haciendo de ella el primer blanco de su persecución. Más en el campo que a nosotros concierne, Deep Throat enfrentó el problema de la sexualidad y el placer femenino con una franquesa inusitada para el contexto mundial de los tempranos setenta, además, en la forma dramática de la farsa y con un gran toque de comedia.



Dada la diégesis, es evidente que la felación sea la forma sexual con más presencia en la cinta, y no es que hubiera estado ausente en otras imágenes o narraciones previas, pero en Deep Throat se propone por vez primera como una forma privilegiada del placer sexual, como una forma sexualmente enriquecedora que había estado vedada a lo largo de la historia, considerándola obscena e incluso ilegal. En Deep Throat esta acción está sobrevaluada y además, acompañada por primera vez del pornodrama, es decir, de una acción gestual histriónica que ilustra al placer femenino, y que está también presente en las otras acciones y posiciones sexuales del film. La película es el primer documento que muestra una preocupación por la puesta en obra del placer femenino en forma verosímil (Williams, citada en Baley y Barbato, 2005), y que lo incluye en muchas más formas además de la felación. “El éxito de Deep Throat provocó mucha demanda de pornografía explícita que la tecnología podía satisfacer evitando todas las normativas” (Baley y Barbato, 2005). Esto valió lo suficiente para hacer de Deep Throat el inicio de la industria porno, e irremediablemente, el inicio del género en términos de código (Baley y Barbato, 2005). Las acciones sexuales del código pornográfico se definen en función de ocho formas básicas: masturbación, sexo heterosexual (hombre arriba, mujer arriba, lado a lado y “el perrito”), lesbianismo, sexo oral (cunilingüis y felación), ménage à trois, orgías, sexo anal y sadie-max (Williams, 1989: 126-128). Y la gran consigna es que en cualquiera de ellas la genitalidad sea significada, evidenciada para la cámara, que se ayuda mediante los recursos del medical shot (tight shot de la penetración), el money shot (encuadre para la eyaculación) y el close up, obvio, del pornodrama. (Aquí, y en lo sucesivo, consideraremos lo pornogramático en la misma deriva de Giménez, 2006).

En Deep Throat, se utilizan algunas cámaras en movimiento, en general, cuando vemos a Linda Lovelace en acciones cotidianas, cuando conduce el coche o cuando acude como enfermera a las terapias. Pero al mismo tiempo, siempre que sucede una acción sexual en la que participe la protagonista o no, una cadena pornogramática con cualesquiera de los actores, la cámara se mantiene fija, evitando toda distracción del discurso histriónico significado en fotogramas. Hay un impulso por mantener la atención en la genitalidad, y hacerlo en la tradición más cercana a la fotográfica parece ser la mejor opción. Así como el tratamiento de soportes sensibles a la luz llegó al desarrollo de técnicas como el infrarrojo o los rayos X para ponerlas al servicio de hacer discurrir los espacios sin luz o el interior del cuerpo, el cine usa un recurso en la lógica fotográfica para documentar el discurso de la penetración. Este acercamiento a su antecesor tecnológico, en forma del emplazamiento estático, es el resultado de una búsqueda: la cámara es la conciencia del cine, y detenerse en un punto específico es mostrar lo que ha descubierto, que evidentemente es el motivo que da sentido al género, y que en materia pornográfica, es el medical shot. Este encuadre es complejo; parte del principio de cierta evidencia que viene dada desde la escena montada, para que una vez propuesta, pueda ser revertida por la atención en un fragmento específico. Una vez más, los participantes de la acción establecen la estrategia para que la cámara alcance su objetivo de visión, y así, la cinta alcance ese nivel de confesión de lo que ahí se está realizando.

“[…] La gente piensa que una vez que entras al set estás realmente teniendo sexo, pero no es así. Estás actuando para la cámara. Así que te echas para atrás para que quede a la vista todo el cuerpo de la chica, cuando en circunstancias normales presionarías manteniéndote muy cerca de ella. Así que debes reclinarte hacia atrás, apoyando tu brazo sobre una barandilla, mientras otro hombre armado con una cámara te respira sobre el cuello. Y has de fingir que te lo pasas mejor que nunca. […] Para un tío, la mitad del tiempo es sacar el rostro del ángulo de la cámara, pues el director no quiere que se vea en escena. Así que te echas hacia atrás y no puedes utilizar tu brazo como apoyo, por lo que te pones la mano en la cintura como un marino. Pareces un cretino.” (Citado en Jameson, 340-341).

Koons conoce bien el género en el que incursiona con Made in Heaven, y muestra su conocimiento sin ninguna inhibición. El pornodrama es la rostrificación del placer, y dirige a su esposa para que rostrifique cara y cuerpo en un colosal uso del recurso (Iliona’s House Eyaculation); dispone la posición de los cuerpos para que la cámara alcance a posicionarse hasta enfrente de su genitalidad (Manet Soft, Red Doggy), conjunta el pornodrama, el rostro de placer de La Cicciolina, con el pornograma, la presencia del pene en toda la plenitud de la erección (Blow Job Ice) y de la eyaculación (Exaltation), incluso alcanza la fuerza del pornograma por el sendero del medical shot (Iliona’s Asshole, Red Butt), y deja muy en claro hasta el más ínfimo detalle de la anatomía de su compañera, enfatizando además su disposición, mediante el rostro y la posición pornodramáticos (Dirty Hand, Jeff on the Position of Adam). Jeff Koons realiza una apropiación de la literalidad del código pornográfico, y no es competencia de un motivo ampliamente conocido dentro y fuera del género, es un problema de posición de cámara y así de puesta en obra: de modos de representación. Paralelamente, la acción sexual que protagoniza el matrimonio, está enmarcada en una atmósfera del más puro sentido Chic, es decir, del propio gusto Kistch que distingue a toda la obra de Koons. Los colores pastel, las suaves líneas curvas, el encaje blanco, la corona de flores… Koons satura la pieza más allá del develamiento coital como una forma de confesión de su sexualidad, realiza un sobre-embellecimiento de la escena sexual mediante los recursos de los aparadores de grandes cadenas departamentales y la codifica en términos del ampliamente producido y consumido género pornográfico.

“[…] El porno-apropiacionismo convertirá a la imagen pornográfica en un ready-made, del objeto sexual al objet trouvé no hay más que un paso. Es decir, la objetualización del cuerpo y del deseo se potencia en esta estrategia apropiacionista, la imaginería pornográfica se convierte en un objeto de consumo más que puede incorporarse, como un urinario o una lata de sopa Campbell´s, al espacio artístico. Porno-apropiacionismo que emparenta, sin mayores dificultades, a un erotismo pop y a un arte de consumo. […] El porno-apropiacionismo traficará con la imagen pornográfica al interior del espacio de la representación estética sin recurrir a ninguna estrategia hiperbólica, simplemente una operación de traslado donde el hardcore emigrará del circuito mediático, masivo, para entrar al espacio museístico para explotar, de esta forma, su extranjería, su exotismo, en una especie de sexploitation artística. […] Exaltation, una de las fotografías más polémicas de toda la exhibición, no hacía más que repetir, en el contexto artístico, el signo más distintivo del género pornográfico, un money shot que presentaba, con el encuadre característico de un film hardcore, el close-up de una eyaculación de Koons sobre el prístino rostro de Cicciolina. Jeff Koons e Ilona Staller elevaban, gracias a este gesto transestético, al cum shot a la categoría de ready-made.” (Giménez, 2006).



Muy a pesar de la confesión de los placeres o la incursión de una pornstar en una serie artística, muy a pesar del abordaje y tratamiento de lo pornográfico como readymade, las diferencias entre Made in Heaven y la pléyade de producciones que se integran al Porno Chic son varias. Podemos encontrar la primera en el modo de difusión: de las oscuras páginas en una revista de muy dudosa pero afortunada reputación, al inversamente acogido espacio dedicado para la presentación de obras de arte. Independientemente de si la contemplación en el espacio privado permite una relación del receptor que dota a la imagen de su carácter pornográfico (recurso evidentemente vedado en Made in Heaven), el espacio museístico dota a la serie del valor de exposición, continuando la lógica de las piezas como Esculturas de bienes de consumo. Pero sabemos que La Cicciolina es un bien de consumo: ha dejado de ser Iliona Staller para convertirse en ese personaje; ha superado su propia personalidad e individualidad, ha dejado atrás incluso su propio deseo para investirse con los recursos de una diva, que por supuesto la acerca más a una mercancía fetichizada que a una subjetividad. El cuidado de su cuerpo es precisamente eso: la garantía del recurso visual con el que una mercancía se presenta. Cicciolina y sus finas curvas, Cicciolina y su cabello rubio platinado, Cicciolina y su maquillaje cargado sobre la piel blanca y tersa… Todas las cualidades visuales que le permitieron mostrarse siempre como la chica de a lado, con la candidez de una juventud que se presenta con la promesa de su eternidad.

Ciertamente comparte estos atributos con otras actrices del medio, pero prácticamente no hay ninguna en la misma dimensión que ella en 1991, año en que la serie se presenta, cuando además Linda Lovelace, Marilyn Chambers y Tracy Lords se han retirado del medio, dejando a Ginger Lynn (constante rival de la última) en el olvido por la demanda que Lords hiciera a las casas productoras para las que trabajó. Aún así, los aspectos físicos no son los únicos recursos de un actor, menos de un actor cinematográfico, aunado a la imagen que Iliona Staller mantiene para ser La Cicciolina, viene la acción acorde con el imaginario al que alude. Omitiendo al SM, la generalidad del universo pornográfico se encarga de presentar mujeres siempre dispuestas para la satisfacción sexual de su compañero, demostrando que ellas obtienen un placer comparable con el que propician a su compañero o en dado caso, al consumidor. Cicciolina no es la excepción, y además lo hace desde una performática inocente, que se aúna como complemento perfecto para la candidez de su físico. Iliona Staller realiza mediante su personaje un deliberado uso de los signos corporales en su forma visual, ya sea física o gestual, para construir un personaje afín a la fantasía del adulto occidental, que en su lógica cultural no es de extrañar que verse en encontrar una perversa inocencia en sus amantes dispuesta a ser corrompida mediante acciones sexuales. Iliona Staller da vida a Cicciolina, reúne todos estos atributos para presentarla como una mercancía que compran los productores y estudios para permitir que continúe en el flujo mercantil, y así sea igualmente consumida por el público del género.

Jeff Koons se perfila en forma análoga, sólo que en el mundo del arte. La escena artística en la Norteamérica de los ochenta es prolífera, aún así, el nombre de Jeff Koons brilla por encima de sus contemporáneos. Propiamente, la lógica de las Esculturas de bienes de consumo atiende la tradición del Pop, hermanándose directamente con el simulacionismo. El impacto que logró Koons con The New (1980) es comparable sólo con los Untitled Film Stills (1979) de Cindy Sherman, y no es porque otras series como las apropiaciones fotográficas de Sherry Levine o Richard Prince no levantaran un revuelo similar por el nivel conceptual logrado en las piezas, ni porque los diagramas de Peter Halley, con todo y el discurso academizado del artista que los acompañó, no lograra una amplia difusión. Sherman y Koons fueron los primeros de ese grupo en lograr un posicionamiento entre coleccionistas y museos, vendiendo las piezas a muy altos precios. Al cabo de casi treinta años de la coincidencia de esta generación, figuras como Ashley Bickerton y Philip Taaffe siguen siendo menores en el medio artístico, mientras que otras como Richard Prince o Sherry Levine han construido carreras muy sólidas por derecho propio. Pero de toda la pléyade de autores que iniciaron exposiciones entre 1979 y 1980, ninguno ha alcanzado el reconocimiento de Jeff Koons, materializado en 2008 como el artista vivo mejor valuado (con la venta de Hanging Heart (Magenta/Gold), vendido en US$ 32,561,000 –Hunter, 2008). A lo largo de los años, estas y otras nociones han servido para hacer de Koons una figura de gran importancia en el arte contemporáneo, su opinión es escuchada y atendida, y su sola presencia es tomada como garantía de glamour artístico en cualquiera de los eventos a los que asista. No es heredero del Pop sólo en temática y estilo, la forma en la que se ha construido esa figura demuestra que sigue el ejemplo de Andy Warhol. Koons es una figura del arte que mediante su opinión, su firma y su presencia se posiciona como un bien de consumo de su medio, a la mejor usanza de sus antecesores en el Pop.

Así es como al enfrentarnos a una serie como Made in Heaven, no podemos ignorar a los personajes que participan en las fotografías: una estrella porno que lleva a cuestas el código del género en que participa y un artista que vive permanentemente con la identificación profesional de la que participa. Ambos recursos se vierten para solidificarse en cada pieza de la serie, brindando a las piezas ambas características, logradas además como una co-presencia alejada de toda tensión sugerida por una oposición. La presencia de estos personajes es la firma de géneros y mercancías, esto se veía venir desde páginas atrás. Pero hay algo más. Sabemos que hay grandes fotógrafos en la pornografía, como también hay grandes directores. Pero la ilusión estética alcanzada en Made in Heaven mediante el ritmo, la composición y el movimiento es una meta difícil de alcanzar. La serie es estética por sí misma, sin importar el motivo que se esté ilustrando, es un ejemplo de grandes modos de representación, que por si mismos invitan a una valoración de las imágenes más allá de la exigencia por discurrir el placer sexual. El código pornográfico no comenzó por el motivo de la imagen sexual: “Deep Throat trataba menos sobre disfrutar el sexo oral que sobre la libertad de hablar sin pena ni hipocresía” (Harry Reems, citado en Baley y Barbato, 2005). Koons hace coincidir la confesión de su placer sexual con la confesión de su placer estético, así es como convergen, más allá de la presencia de actores que se erigen como bienes de consumo, los principios de arte y pornografía en cada pieza que integra la serie.

De Made in Heaven 4: la construcción simulacral

Este resumen no está disponible. Haz clic en este enlace para ver la entrada.

jueves, 12 de junio de 2008

De Nudes 1: las estrategias de lo simbólico

Hay una vertiente para comprender al cuerpo en función de su genitalidad, en ella se pasa por la delimitación de un significante despótico en tanto que central. Ese significante funciona como la primera de las dimensiones simbólicas en un cuerpo que fragmentado se define en función de su erogenesis. La mirada funciona de una manera análoga: gracias al principio de estereoscopía, el punto en el que confluyen los dos ojos se presenta como la centralidad despótica de una realidad percibida en el acto de ver. Pocas veces podríamos enfrentarnos con una analogía tan bien determinada: así como el organismo se compone en función de su genitalidad, lo real se descubre ante los ojos siempre por un centro. No es difícil suponer que en una cultura helénica como la nuestra, los principios de una academia como el psicoanálisis estén tan cerca de la fisiología que enmarca a la visión. Si hemos de confiar en la organización psíquica del cuerpo en esos términos, bien podríamos señalar que ahí se encuentra el origen, y como tal, el propio camino para concebir al mundo en términos simbólicos. Pensar la mirada conformada a partir de un centro que organiza el espacio es una tradición que nos viene desde el siglo XIV. Pese a la fuerza y velocidad con que ese principio se posiciona en nuestra cultura, su reflexión ha abierto coyunturas, líneas de reflexión que buscan un replanteamiento de los modos de ver, considerando que en esos principios se encuentra la propia relación que podemos tener con el mundo. Esa fue la lucha de McLuhan, su gran molino. En términos muy generales, podemos condensar esta línea que fuera la propuesta de su vida, en un sencillo pasaje: “Todos los rasgos de la «conexión» lógica y el razonamiento silogístico exhiben y usan sólo las propiedades del espacio visual: el espacio imaginado como un recipiente natural, un espacio que es estático, lineal, continuo y conectado.” (1990: 35).

Hagamos la analogía. Si el ojo se desplaza por la superficie del lienzo, lo hace desde la linealidad que a toda trayectoria pertenece. La continuidad de las líneas que se fugan hasta ese punto se reinician en otras direcciones que arborecen a partir de él. Además de la continuidad propia de la línea, el punto de fuga es eslabón de los distintos segmentos. Se realiza la continuación de una trayectoria pensada para el ojo, es un cruce que conecta al mismo tiempo que interrumpe: es dispositivo. Pero al permitir la continuación de flujos lineales, el punto de fuga pasa por el problema de su despotismo. Así como el punto de fuga ordena los elementos posados en el espacio icónico, la mirada selecciona el lugar donde posarse para comprender y ordenar el estímulo de lo real. La centralidad del punto de fuga es transferencia de la centralidad estereoscópica. Probablemente el significante central sea histérico en la medida en la que es una mirada centralizada quien le transfiere su despotismo. La abstracción representacional se organiza en dos sentidos: el de un centro en el que confluyen todas las líneas de profundidad y el de permanencia de ese centro como principio icónico por excelencia. Si el espacio será siempre enfrentado desde el punto de fuga, entonces la centralidad espacial será un elemento que se comprende constante en la representación visual como abstracción arbitraria del signo que acontece en la mirada. La mirada se distingue de la visión por la producción de una estructura, y esa estructura será significable sólo en tanto sea simbólica.

No toda imagen perceptual es simbólica, como tampoco toda imagen conceptual. Lo simbólico es algo que se filtra en ambos registros. La distancia ya fue esbozada desde el inicio de la lingüística estructural: “Lo característico del símbolo es no ser nunca completamente arbitrario; no está vacío, hay un rudimento de lazo natural entre el significante y el significado.” (Saussure, 1997: 105). Lo simbólico no es precisamente el símbolo, probablemente esa sea su dimensión más abierta. En un muy osado intento por distinguirlo, podemos decir que es lo aprendido psíquicamente, el evento que marca al individuo en cualquiera de sus dimensiones, la acción de la cultura en la conformación del sujeto mediante sus sofisticados rudimentos y que en su autorreferencialidad, permite la interacción y el intercambio entre sus miembros. En pocas palabras, la huella mnémica a la que se refiere el psicoanálisis. Al proceder desde la memoria, lo simbólico sale al encuentro de una realidad percibida, la fragmenta y comienza a reconocer algunos elementos fragmentados en tanto signos, permite su ordenamiento en sintagmas y así continúa el proceso cultural. Por eso es el principio de la semiología, lo que hace funcionar la impresión de sentido a partir de un significante. Ese es el parentesco estructural que guardan la semiología, la antropología y el psicoanálisis: en el estructuralismo, las tres persiguen el reconocimiento de los fragmentos de lo real, para posteriormente ir extendiendo territorios de comprensión por las relaciones de los significantes y así exponer sus conclusiones sobre un mensaje, una cultura o un paciente.



La producción cultural sucede desde la elaboración sígnica estructurada en cadenas, líneas de intensidad heterogéneas conectadas entre si en diversos puntos de cruce. El tejido rizomático se extiende mediante la creación de objetos y discursos que en esta tradición aparecen mediante la reescritura de lo ya simbolizado. La labor de lo simbólico es la de identificar fragmentos, nodos a lo largo de las líneas: segmentos más o menos reconocibles que se relacionan con la memoria individual o colectiva que se hacen tangibles en forma de nodos y puntos de cruce de dos o más líneas. Los nodos simbólicos son el primer principio para dotar a cualquier fenómeno de una estructura o un sistema análogo al lingüístico. Mediante el reconocimiento de lo simbólico se comenzará con la búsqueda de sentido al interior de los segmentos diferenciados entre esos nodos, y finalmente la estructura adquirirá sentido mediante la significación. Si bien es cierto que siempre existen más de un sentido en una línea significante, también lo es que el estructuralismo buscará siempre la acción de aquella que se compone en el proceso de significación, no necesariamente de sentido, pues el significado es sólo una de sus múltiples formas. Esa estructura de significación será la función específica de la que se habrá de asir el estructuralismo. “En realidad, no hay estructura mas que en aquello que es lenguaje, aunque se trate de un lenguaje esotérico o incluso no verbal.” (Deleuze, 2002: 224).

Lo simbólico funciona como el primer significante en ser identificado dentro de la cadena, se erige como significante central, punto de partida en el proceso de significación de las líneas que se sistematizan a su lado. Así como el punto de fuga es dispositivo de distintas líneas que llegan a él, nodo simbólico centrado que codifica el movimiento del ojo organizando la mirada. Aunque estemos muy lejos de poder definir lo simbólico en diez palabras, podemos ubicarlo como el principio de los sistemas de significación, principio de sentido que sucede en tanto que primera identificación de la memoria, cimiento y posibilidad primaria del abordaje estructural. “Actualmente hay que reservar el nombre de estructuralismo para un movimiento metodológico, precisamente su lazo directo con la lingüística.” (Barthes, 2002: 45). Sin embargo, para lo simbólico el sentido nunca es una atenuante. Atraviesa los tres regímenes antropológicos del signo porque la asociación ocurre en cualquiera de sus dos entidades. En su búsqueda de un sentido que funcionara como punto de partida o llegada en el proceso interpretativo, lo simbólico se erigió como el principio fundamental del signo. La carga simbólica permite tanto la univocidad de la monosemia como la arborescencia polisémica. En un acepción muy simple y amplia, el símbolo se define como la coexistencia de dos o más sentidos (Barthes, 2002: 46-48). Probablemente por eso su ausencia en el Curso saussuriano: en la complicación de una monosemia que pueda investir al símbolo, la convención certera que dota al significante de sentido estará igualmente problematizada. La relación bi-unívoca que fundamenta el interior del signo se fractura, porque para ciertos significantes, la posibilidad de múltiples significados es un hecho.

Son muchas las prácticas culturales que han optado por un alejamiento de la tensión que se produce al interior del signo y que dota a los productos de sentido; aunque este alejamiento no necesariamente sea de lo simbólico. En las artes visuales estas prácticas se hacen por demás ilustrativas mediante los caminos abiertos por el abstraccionismo. Son semiologías asémicas, en las que se ha sacrificado un significado por la búsqueda de la sensación, una opción por la Figura antes que por lo figural para así recomponer una mayor posibilidad del eje de deseo al momento de encontrar y experimentar la obra (Lyotard: 1979). Convenientemente, en el abstraccionismo se suprime al significado pero el significante permanece: una tensión oposicional que se resuelve en la travesía de uno de los caminos y el abandono del otro. Como lo simbólico se filtra en ambos registros, su presencia continuará siempre y cuando el significante permanezca. Muchas son las prácticas en la tendencia asémica, por lo pronto acotémonos en la música, sólo por ser la más abstracta y fugaz de las bellas artes. Efímera y resbaladiza, aún la música se incorpora al campo de lo simbólico desde la tradición de su academia. En la delimitación de sus tonos, de sus timbres reconocidos dentro de una orquesta, en sus anotaciones y su sistema de enseñanza, la música ha construido una doctrina que le confiere el reconocimiento de los suyos, para trabajar con ellos en una continuidad de su construcción institucional. En este proceso autorreferencial, la música deja de lado a la mayor parte del sonido, reconociendo sólo aquellos a los que su tradición ha simbolizado.

Hay muchas músicas, o muchas formas de semantización de la música. Expandiendo a Barthes (1995: 257), podemos señalar por lo menos tres: la música que se baila, la que se canta y la que se escucha. Cada una ha formado sus rituales, donde los asistentes se concentran en alguna para dar paso a continuidades semánticas lejanas o no de los ritmos y tonos. Los movimientos dancísticos, la voz en onomatopeyas instrumentales o líricas lingüísticas y el gusto de la escucha son formas simbolizadas en tanto que responden a una tradición cultural. Este es el principio en donde opera lo simbólico. Poco importa si los sonidos musicales en tanto signos, mantienen o no una dimensión de significado, al final guardan una relación simbólica en tanto que culturalizada. Los modos de relación con la música son ejes de sentido, pero de un sentido semántico antes que de significación. Claro que no hablamos por toda la música. Desde la vanguardia se ha hecho la distinción de la música atemperada, aquella que en general se reconoce como libre de los principios de escolarización y tradición. Tal vez por eso sea tan complejo abordarla dentro de la derivación lingüística, la distinción que se le hace dentro de las semiologías semánticas parece no ser suficiente. Los sonidos de la música son signos asémicos: significantes que no construyen un sentido en tanto que significación, pero que son susceptibles de una sintaxis, y por tanto de una continuidad de flujos simbolizados que encierran la fortuna de su carencia de significado.


Se ha hablado mucho de la imposibilidad de escapar a lo simbólico, y aparentemente es cierto. Como punto de cruce de líneas significables o semánticas, lo simbólico aparece en formas perceptuales definidas y estáticas que saltan a la superficie, parece tan constante como el punto definido por la mirada estereoscópica. Lo simbólico necesita de cualidades como estas para ser aprehensible psíquicamente. Como giro de estos principios, Thomas Ruff realiza sus Nudes. El proceso es muy sencillo: apropiarse de fotografías pornográficas existentes en la Red para trabajarlas mediante el software Photo Shop. Sabemos que la constante de la imagen pornográfica está caracterizada por la presencia fálica o sus metáforas durante la acción sexual, esas son las imágenes usadas por Ruff. Sus apropiaciones pasan por varios procesos de re-elaboración. Inicialmente son corregidas en su encuadre, sólo para crear una nueva composición. Si algo se trastoca en esta primera modificación, la acción sexual y la presencia fálica saldrán siempre incólumes, al menos hasta este punto del proceso. Una o varias aplicaciones de la herramienta Blur darán el toque característico de las imágenes, el sello característico de la serie, que ahora las hace listas para imprimirse y ser incluidas en los muros de museos y galerías. Esa es la parte sencilla, la técnica que emerge de la digitalización como reproductibilidad técnica y que lleva a la serie fuera de los planteamientos clásicos de un virtuosismo encarnado en la técnica. Como se puede sospechar, la complicación se asoma según los parámetros de lo simbólico.

De Nudes 2: jugar lo simbólico

Se ha hablado mucho de la imposibilidad de escapar a lo simbólico, y aparentemente es cierto. Como punto de cruce de líneas significables o semánticas, lo simbólico aparece en formas perceptuales definidas y estáticas que saltan a la superficie, parece tan constante como el punto definido por la mirada estereoscópica. Lo simbólico necesita de cualidades como estas para ser aprehensible psíquicamente. Como giro de estos principios, Thomas Ruff realiza sus Nudes. El proceso es muy sencillo: apropiarse de fotografías pornográficas existentes en la Red para trabajarlas mediante el software Photo Shop. Sabemos que la constante de la imagen pornográfica está caracterizada por la presencia fálica o sus metáforas durante la acción sexual, esas son las imágenes usadas por Ruff. Sus apropiaciones pasan por varios procesos de re-elaboración. Inicialmente son corregidas en su encuadre, sólo para crear una nueva composición. Si algo se trastoca en esta primera modificación, la acción sexual y la presencia fálica saldrán siempre incólumes, al menos hasta este punto del proceso. Una o varias aplicaciones de la herramienta Blur darán el toque característico de las imágenes, el sello característico de la serie, que ahora las hace listas para imprimirse y ser incluidas en los muros de museos y galerías. Esa es la parte sencilla, la técnica que emerge de la digitalización como reproductibilidad técnica y que lleva a la serie fuera de los planteamientos clásicos de un virtuosismo encarnado en la técnica. Como se puede sospechar, la complicación se asoma según los parámetros de lo simbólico.

Nudes es alegoría, y toda alegoría es simbólica, porque es la certificación del significante central, porque radica en el reconocimiento de un significante que ya se ha aprehendido en la memoria. Poco importa si optamos por cambiar el nombre y desechamos lo simbólico a cambio de lo alegórico; a fin de cuentas esa referencia se cumple desde el reconocimiento de un original, una pieza anterior que sirve como base para comenzar el proceso alegórico, y el reconocimiento parte de la memoria, de la huella mnémica producida por el original. Siguiendo este principio, buena parte del arte contemporáneo se resuelve mediante la alegoría: citas, referencias, repeticiones; rescates del significante con una alteración de significado, bien de la cultura de masas, bien de la historia del arte. Desde esta perspectiva, parecerían oscurecerse las posibilidades del sentido original que pudo olvidarse para ser replanteado en un gesto de re-contextualización, como las reediciones de los textos sagrados, como las recreaciones de eventos culturalmente trascendentes. En el más llano de los sentidos, la alegoría es un plagio. Es una forma de usurpar la pieza original o al menos alguno de sus elementos formales, y retomar el referente que pertenece a un público consciente de enfrentarse a él. Pero en otros niveles, es hacer común a un productor y un contemplador como miembros visualmente activos de una cultura, declarar un equilibrio en las condiciones en las que ambos llegan para enfrentarse a la obra, habiendo atravesado por todo un proceso de aprendizaje cultural que los lanza a una posición de intercambio a partir de una pieza alegórica. La alegoría es la acción de los derechos civiles sobre un significante específico que se ha posicionado mediante una diseminación cultural. (Owens, 203-207).

“Con los "Nudes", Ruff sustituye alguna festividad por suspicacia e ira; se basa en un género en el que cualquiera puede ser experto pero que ha sido empleado por pocos artistas sin haberse metido en problemas. Ruff puede pensar que estas piezas son analíticas u objetivas, pero también son un dulce lujo visual. De cerca parecen incluso conceptuales. La piel se derrite en pequeños y puntilleados pixeles que dan lugar a la forma; los colores trasladan los contornos del espacio visual. El sexo se repliega en algo superado, óptimamente confortable, estas imágenes cotidianas mutan en para-pinturas directas del planeta del amor.” (Saltz, 2000).



La alegoría sucede desde lo simbólico, y lo simbólico funciona en el registro perceptual como principio de significación, la transferencia de un significante que espera ser investido por un significado. Ahora bien, si con algo podemos sostener la independencia del arte a lo largo de la historia, es su principio de vibración, el principio que la hace ser sensación, la catarsis de los griegos o la experiencia estética de la modernidad. Un gesto pictórico concreto por hacer visuales las sensaciones que originalmente no se muestran, un gesto musical por hacer tónicas las mismas sensaciones. Originalmente son vibraciones que están en el mundo pero que no son reconocibles por los sentidos, y por tanto, tampoco son psíquicamente aprehensibles. La producción estética es hacer de la percepción un percepto, devenir con lo percibido mediante una sensación que nos lo muestra, y desde ese devenir, desde esa cualidad que nos permite hacernos uno con lo percibido, entonces si, a plastificarlo con recursos visuales, escribirlo con medios gráficos, gritarlo con movimientos sonoros... Plasmar vibraciones en lienzos pictóricos o musicales, ese es el principio de producción del objeto estético. Cada sensación es eso: el eje vectorial de una onda que se escapa para transmitirse y atravesar todo lo que encuentre, sin distinción alguna. Cada sensación pertinente de la estética es el dejarse atravesar por la vibración, devenir-sonido, devenir-color mediante la materialidad que hace a la pieza. (Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía?, 164-200).

El símil es sencillo. Acústicamente, reconocemos al sonido como una onda, una vibración, de ahí que contenga propiedades como amplitud, estructura armónica y longitud de onda. Cada vez que una onda se encuentra con cuerpos cuyo volumen sea análogo a la longitud de onda (en términos de multiplicidad aritmética), contagiará la vibración que la produjo y se cumplirá la resonancia, incluso mediante vibraciones no audibles. Si comprendemos a la sensación como analogía de la vibración, su percepción coincidirá con el efecto. Así, un sonido que se produce en lo real irá atravesando cuerpos que análogamente lo repiten mediante la resonancia, tanto como la sensación surge de cualquier parte y se inscribe resonante en la pieza para ser continuada en la contemplación. Si puede suceder en la subjetividad es por su materialidad, y por ese límite que la circunscribe. Podríamos señalar ahí al efecto alegórico, un proceso pertinente dentro del universo de la estética: el motivo son piezas anteriores como pretexto para hacer percepto de una sensación, materializar vectores de intensidad que atraviesan la pieza para hacer vibrar a otros materiales. Después de devenir con la pieza contemplada, volver a devenir para alcanzar un nuevo percepto, ahora digno de ser plasmado en una nueva pieza. Quedarnos en el reconocimiento figurativo es reducirla a un sintagma cargado de sentido, que puede o no abrir el campo textual, pero que continuaría en el marco meramente discursivo, distrayendo toda posibilidad que pudiera tener la sensación. Optar por la Figura es llevar el motivo fuera de los principios de significación para descubrir las cualidades semánticas de vibraciones y sensaciones, es promover una relación con la pieza que poco tiene que ver con la escena presentada y mucho con la sensación alcanzada (Lyotard: 1979).

En el caso de la alegoría, es sencillo establecer los dos sentidos barthesianos de relación con la representación. El sentido obvio de la imagen se centra en esa posibilidad de aludir directamente a los elementos de sentido semiológico que se manifiestan en la pieza. Es el reconocimiento simbólico en el que se basa la figuratividad de la imagen. La mejor forma de crear mensajes informativos, y que, al ser trasladado al nivel estético, se resuelve como una sensación de placer, sustentado en la transferencia simbólica. Propiamente, la performática de una lectura estructural. Un vector de intensidad puede ser claramente reconocible por el espectador, como una onda sonora puede armonizar en el cuerpo que la recibe; en esta armonía radica el principio obvio como el placer provisto por el reconocimiento de los elementos simbólicos. Análogamente, la onda puede ser disonante en el escucha, extraña para el espectador: no codificada. Ahí radica lo imposible de ser simbolizado, el sentido obtuso de la imagen. Es un eje nuevo para el espectador, y aunque no sea una vibración codificada que pudiera acentuar el principio de resonancia como la compatibilidad de una longitud de onda con el volumen del cuerpo, acompaña a la vibración fundamental, la recompone, produciendo la diferencia en las vibraciones a partir de una continuidad que originalmente aparece como repetición. (Barthes, 1995: 49-65). Es muy sencillo referirnos a principios de armonía en el efecto de resonancia, siempre suceden desde un espacio de seguridad. Son flujos codificados, reconocibles para el espectador. Inversamente, no es tan sencillo encontrar ondas disonantes, no codificadas. Probablemente de ahí la complejidad para definirlas.

Sería muy sencillo proclamar el sentido obtuso en Nudes, y así hacer que nuestro análisis escape de la coartada de lo simbólico. En realidad, no es tan fácil señalar si este sentido realmente existe en la serie. Por lo menos sabemos que no se encontraría localizado en un único punto que aparece accidentalmente para desde ahí disonar, el lienzo completo se repliega para lanzar un único vector que deterritorializa la pieza, para inversamente territorializar al cuerpo que resuena continuando la vibración. (Deleuze, 2002: 63-78). En Nudes, el reconocimiento simbólico de lo pornográfico se aúna al movimiento que produce lo borroso del Blur en la puesta en obra del objeto: ambos suceden como dos vectores, dos ondas disímiles encontradas en el lienzo para formar una onda resultante del devenir-movimiento de la significación; adición alejada del flujo discursivo que antes bien abre flujo en la discursividad. La presencia fálica en una acción sexual como principio de lectura, la ruptura del principio de estereoscopía como recurso de representación que se hace obtuso: dos sentidos que se suman: un principio del placer concretado en la simbolización y un sentido de incertidumbre óptica que en Nudes nunca lo deja solo. Ambos producen una onda resultante que no es ni uno ni otro ni simultáneos ni en pugna: sucede desde el medio, desde algún lugar en la distancia que hay entre ellos, que además nunca es el mismo: fluctúa a cada momento, sucede como devenir. De la oposición tradicional a un punto difícilmente definible en medio de la transición entre los opuestos.



Hemos dicho que ciertos discursos proyectan vectores de intensidad, flujos de vibración que pueden ser o no empáticos con quien los recibe, y que a partir de esta empatía se determinarán los niveles en una pieza. No es que estos vectores se opongan, ni siquiera que puedan ser sustraídos mediante su devenir: son múltiples ondas que sincrónicas se desplazan en ejes propuestos por la pieza. Ondas disonantes, vacías de sentido y reconocimiento. Una estética del vacío que radica en la provocación de una sensación imposible de ser verbalizada por la carencia de un referente con el que se pueda asociar: ruptura del símbolo en tanto que ruptura de la mirada estereoscópica. Seguro que esa sensación tiene repercusiones como la muerte, siempre y cuando la vida se circunscriba a la subjetividad, y que además esa subjetividad sea sostenida en el lenguaje simbólico o en la certeza de la mirada y todas las demás formas relacionadas. Claro que la estética del vacío presupone la existencia de una subjetividad tanto corporal como cultural, con su osamenta, ideología, carne, memoria, aprendizaje, epidermis y todo lo demás; pero también con sus proyecciones y sus extensiones caracterizadas por el campo de vibración. Un cuerpo comprendido como máquina, máquina que se pliega para conectarse con otras y así formar nuevas máquinas. Una única condición: perteneciendo al nivel no referenciado, la resonancia disonante anula cualquier posibilidad de simbolización, de ahí que la estética del vacío suceda sólo en un cuerpo sin órganos atravesado por la vibración: se reconoce por su sensación antes que por su fisiología, su operatividad, su organización orgánica e incluso su memoria; un cuerpo sin superficie de inscripción, pre-subjetivo por estar ausente de significación: inmanencia pura. (Deleuze y Guattari, 1973: 11-42).

Ruff transmuta la firma de la imagen, el código que alguna vez le permitió ser pornográfica; la lleva de Nina Hartley y John Holmes a un acercamiento con De Kooning o Ritcher (Saltz, 2000). Desprotege a las imágenes de la permanencia de un símbolo centralmente despótico que en el original se mostraba para su reconocimiento. Así como la realización pictórica de la vanguardia transfirió el rostro en cabeza, ahora la fotografía devuelve lo figurativo del cuerpo a la Figura del bulto. Ambos registros juegan con la certeza de la representación al ubicarse en un punto intermedio entre la abstracción y la figuratividad. En este proceso Ruff se adhiere además a una deconstrucción de lo pornográfico, desproveyendo a la imagen de su segundo sentido y abriendo las posibilidades de un tercero que nunca está detenido en un punto específico. En otras series, Ruff muestra ser un artista conceptual, y es en ese nivel que las fotografías se abren paso: tanto como una pregunta lanzada a las carencias estéticas de la pornografía, a un percepto que cojea porque originalmente no partió del devenir-línea en la producción de la imagen. Mediante replantear la pregunta hecha a la sexualidad antes de ser puesta en obra, Ruff se lanza a un proceso que llevará a la imagen pornográfica de vuelta a su capacidad icónica de seducción. Es complejo referirse a la seducción; de entrada podemos decir que es lo no-pornográfico, en tanto lo pornográfico se hace sinónimo de lo obsceno, y que así las seducción pudiera definirse en esa oposición. En términos generales, lo que seduce es la acción simultánea de ausencia y presencia, una disolución de binomios en provecho de un percepto que hace resonar la disolución mediante una sensación. Nunca una deconstrucción de ambos que implicaría la reconstrucción dual, propiamente el devenir que distancia a uno de otro y que se estratifica en puntos inaprensibles pero reconocibles.

De Nudes 3: la puesta en obra de lo inestable

Thomas Ruff transmuta la firma de la imagen, el código que alguna vez le permitió ser pornográfica; la lleva de Nina Hartley y John Holmes a un acercamiento con De Kooning o Ritcher (Saltz, 2000). Desprotege a las imágenes de la permanencia de un símbolo centralmente despótico que en el original se mostraba para su reconocimiento. Así como la realización pictórica de la vanguardia transfirió el rostro en cabeza, ahora la fotografía devuelve lo figurativo del cuerpo a la Figura del bulto. Ambos registros juegan con la certeza de la representación al ubicarse en un punto intermedio entre la abstracción y la figuratividad. En este proceso Ruff se adhiere además a una deconstrucción de lo pornográfico, desproveyendo a la imagen de su segundo sentido y abriendo las posibilidades de un tercero que nunca está detenido en un punto específico. En otras series, Ruff muestra ser un artista conceptual, y es en ese nivel que las fotografías se abren paso: tanto como una pregunta lanzada a las carencias estéticas de la pornografía, a un percepto que cojea porque originalmente no partió del devenir-línea en la producción de la imagen. Mediante replantear la pregunta hecha a la sexualidad antes de ser puesta en obra, Ruff se lanza a un proceso que llevará a la imagen pornográfica de vuelta a su capacidad icónica de seducción. Es complejo referirse a la seducción; de entrada podemos decir que es lo no-pornográfico, en tanto lo pornográfico se hace sinónimo de lo obsceno, y que así las seducción pudiera definirse en esa oposición. En términos generales, lo que seduce es la acción simultánea de ausencia y presencia, una disolución de binomios en provecho de un percepto que hace resonar la disolución mediante una sensación. Nunca una deconstrucción de ambos que implicaría la reconstrucción dual, propiamente el devenir que distancia a uno de otro y que se estratifica en puntos inaprensibles pero reconocibles.

“¿El lugar más erótico de un cuerpo no está acaso allí donde la vestimenta se abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no hay “zonas erógenas” (expresión por otra parte bastante inoportuna); es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entreabierta, el guante y la manga); es el centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición.” (Barthes, 2000: 19).



Ruff no rompe con la tradición simbólica, antes bien juega con ella. La evidencia pornográfica sigue estando ahí, y en tanto tal, también el reconocimiento simbólico. Podemos señalar que hay una pornografía deconstruida, y que en la medida en que se permite la reconstrucción de lo pornográfico se confirma la deconstrucción tanto como en la vuelta de lo gramatológico a lo oral. Una reconstrucción que sucede como el lado perspicuo de la imagen y que se consolida así en tanto simbólica. Ruff juega con la idea común del deseo en nuestros días, el modelo arquetípico que funciona así en tanto que símbolo cultural. Lo reifica desde su lugar en Internet hasta un sitio adquirido en el museo (Golberg, 2005). A pesar de todos estos juegos simbólicos, Ruff desetabiliza el principio de definición que caracteriza a la mirada estereoscópica, lo que la hace simbólica, y que ha sido transferido al universo de la imagen en las formas del punto de fuga o del foco fotográfico. Ruff hace de sus Nudes un juego entre la certeza del reconocimiento del género y la dificultad de definir lo que vemos: hace imágenes que devienen, imágenes inestables, seductoras para un ojo que viciadamente busca el orden espacial de un punto en último plano en el que convergen todas las líneas que construyen y dan sentido al espacio de una fotografía que a su vez deviene pintura. Pone en obra un principio fundamental: parafraseando a Foucault, no hay significante per se, hay una constante producción de sentido. Ruff juega en esta serie con el principio de incertidumbre característico de la seducción, y aunque sabemos que a partir de un punto que centellea, la seducción se hace simbólica, que el acto de poner en obra ya es un rasgo simbólico, aún así, Nudes navega con la afortunada bandera oximorónica de la respuesta «vean esta puesta en obra: una simbolización de lo a-simbólico», y que parte de una pregunta planteada originalmente al modelo para una puesta en obra del deseo.


Bibliografía
Barthes, Roland. (1978) 2000. El placer del texto. Trad. Nicolás Rosa. México: Siglo XXI.
Barthes, Roland. (1982) 1995. Lo obvio y lo obtuso: imágenes, gestos, voces. Trad. C Fernández Medrano. Barcelona: Paidós.
Barthes, Roland. (1994) 2002. Variaciones sobre la escritura. Trad Enrique Folch. Barcelona: Paidós.
Deleuze, Gilles. 2002. Francis Bacon: lógica de la sensación. Trad Isidro Herrera. Madrid: Arena.
Deleuze, Gilles. (2002) 2005. La isla desierta y otros textos: textos y entrevistas (1953-1974). Trad José Luis Pardo. Valencia: Pre-Textos.
Deleuze, Gilles y Felix Guattari. (1972) 1973. Antiedipo: capitalismo y esquizofrenia. Trad Francisco Monge. Barcelona: Barral.
Goldberg, Vicky. 2005. Thomas Ruff with Vicky Goldberg. En The Brooklyn Rail. http://www.brooklynrail.org/2005/06/art/thomas-ruff, consultado el 18 de mayo de 2008.
Lacan, Jaques. (1966) 2005. Escritos 1. Trad Tomás Segovia. México: Siglo XXI.
Lyotard, Jean-François. (1974) 1979. Discurso, Figura. Trad J Elias y C Hesse. Barcelona: Gustavo Gilli.
Lyotard, Jean-François. (1974) 1990. Economía libidinal. Trad Tununa Mercado. Buenos Aires: Fondo de cultura económica.
Saltz, Jerry. 2000. Ruff Trade, en Art Systems, http://www.artnet.com/magazine/features/saltz/saltz5-25-00.asp, consultado el 18 de mayo de 2008.
Saussure, Ferdinand de. (1916) 1997. Curso de lingüística general. Trad Mauro Armiño. México: Fontamara.

De Post Porn Modernist 1: Annie Sprinkle y la seduccion

“You know, you know, you’ve got to
make him express how he feels
and maybe then you’ll know your love is real.”
- Express Yourself, Madonna

Annie Sprinkle es una de las grandes referencias en la industria del sexo de los setenta. Actriz prono, desnudista y prostituta, siempre supo mantener la ilusión erótica en su imagen y su performática, usándola como vehículo para responder a la demanda propia de la industria. Ahí dentro, el problema nunca se ha definido por la calidad del servicio, ni tampoco por sus límites. Todo servidor sexual lo sabe. La oferta se establece desde los modos de ofrecimiento: la escena que anuncia el servicio y que siempre se precisa distinta. Es la estrategia de un juego de signos que se muestran, se ponen en una corporeidad que se entiende como obra incluso antes de ser sexualizada. Nunca es asunto de calcomanías, no es repetir lo que ya antes funcionó. El ofrecimiento sexual sucede por la estrategia performática que conjuga simultáneos a la muestra y el ocultamiento. La escena funciona por una superficie, por un plegamiento del territorio en el que se hacen visibles algunos cuantos atributos, un sintagma que permite un sentido determinado, monosémico, y que en la medida en la que se establece la modernidad, se hace aún más plausible. Aún así, no es la posibilidad de la contratación la que fascina al consumidor tanto como la escena montada por cualquiera de las formas de servicio sexual. La forma económica es un competencia que se abre entre ambos participantes. El demandante pone en juego su deseo más real y difícilmente vehiculado con una regla o un plan. Mientras tanto el ofertante participa con una ligera manipulación de su apariencia: la trampa es así extendida. Contraponemos por un lado al deseo, la pulsión, el placer o incluso la transgresión; por el otro a la aparentemente simple invocación escénica de signos. El triunfo está decidido desde antes de establecer la oposición: “nadie podría ser más grande que la propia seducción.” (Baudrillard, 1993: 10).

Desde la teoría, la estrategia es sumamente sencilla: “Sólo es seductor quien ya no se plantea el problema de su propio deseo […] quien está recorrido por la absolución y la resolución de su propio deseo.” (Baudrillard, 1997: 131). Como persona, el prestador de servicios se escinde de sus obsesiones: lo que se muestra es la fractura de continuidad de una subjetividad. En el juego del escondite, siempre quedará velado todo aquello que pudiese competir con un deseo, una inquietud o una fantasía: esos son siempre atributos de la demanda. La oferta se esgrime bien desde una eterna inquietud transformada en la espera, bien desde la indiferencia absoluta por la erótica. El prestador de servicios está siempre exento de una subjetividad. Es el único camino para que la escena que presenta pueda funcionar como seducción. La estrategia se manifiesta como el agenciamiento de una región, meseta o territorio hasta entonces desconocido. Si seduce quien ofrece un servicio sexual, lo hace porque renuncia a su cualidad de subjetividad: sólo en esa medida se reifica como objeto, y lo hace desde la eterna disposición en la que su calidad subjetivizante se pierde en un agujero negro creado por pliegues, y que ha quedado oculto por otros muchos pliegues. Ese es el principio de la estrategia escénica de los participantes en la industria sexual, aunque aún no lo es todo. (Baudrillard, 1993).

Para Annie Sprinkle la seducción funciona, siempre ha funcionado. Nunca se ha enfrentado al oficio sexual pretendiéndose un objeto de deseo. Esa es una posición inestable, dado que en el momento en que el demandante obtenga el servicio, el deseo desaparecerá: las condiciones del deseo como ausencia siempre están condicionadas por una realización, la búsqueda de un desenlace que siempre se promete preferible. La seducción permanecerá, continuará a pesar de faltas, consumaciones y proyecciones posteriores. Siglos después del recato performático de la prostitución cortesana y burguesa, la industria sexual forma un escenario que se extiende mediante la certeza del oficio. La prostitución se caracterizó por la distracción del ofrecimiento para garantizar la contratación, hoy la prostituta abraza la vergüenza moral por la que ha optado, y lo mismo desnudistas y actores porno (Bataille, 1997: 138-140). En la certeza que anteponen los oficios sexuales (la facilidad con la que leemos a una mujer en la oscura calle con exagerado maquillaje y desinhibido vestuario) parecería que se desvanece la seducción como ocultamiento; pero la seducción es más que eso, por eso opera desde la escena, y por eso continúa escribiéndose a pesar de que el goce sea consumado. La estrategia de seducción pervive, y lo hace porque esa renuncia de las cualidades de una subjetividad resulta lo más incitante para una subjetividad que sí se confirma. La seducción opera desde la confirmación de la existencia de un secreto que nunca puede ser mostrado, esa ha sido siempre la infalible trampa.

Un día Sprinkle decide fisurar esa escena, alterar la estrategia que antepone al secreto. Decide mostrar al mundo lo que ella ha sido antes, durante y después de su participación en la industria del sexo. Ahí aparece Post Porn Modernist, como consecuencia de su relación personal con Marco Vassi, escritor italiano que en algún momento había estado relacionado con Fluxus y el Neo Dadaísmo. Post Porn Modernist es un performance integrado por catorce momentos, todos con la intención de mostrar quién ha sido Ellen Steinberg, maquillada bajo seudónimos, enfatizada en su vida privada, delimitada en su cualidad corporal y sobretodo sensible a las formas tomadas en cada una de las modalidades. Annie Sprinkle es al final la estrella que convoca, y desde ahí funciona la acción preformativa. Annie se desdobla en ella: alisa todas las estrías que conformaron los agujeros negros en los que se escondió su subjetividad: la extiende desplegando todas las concavidades de su profundidad para hacer de si misma una planicie fácilmente explorable. Se construye un cuerpo explícito: “Cuerpo desplegado, abierto, convertido en pura superficie sin interioridad, procedimiento antibarroco, no un juego de pliegues sobre pliegues sino el despliegue del cuerpo como banda de Moebius.” (Giménez, 2007). Mediante los catorce actos Annie lleva a su público de la mano en una nómada muestra de todo lo que ella es.

Todo lo que versa en Post Porn Modernist es la ruptura de la escena seductora en busca de manifestar lo que había estado plegado, escondido durante la oferta de un servicio sexual. A pesar de esta condición general, The Bosom Ballet es una de las claras excepciones. A ritmo de Johan Strauss, Annie juega sus pechos con las manos para hacerlos tomar inusitadas posiciones. Es propiamente la danza de los pechos de Ellen Steinberg, pero durante una ejecución que realiza Annie Sprinkle: así se dota a las manos y las glándulas mamarias de una escena en la que se produce la ilusión. El conocimiento de la música del siglo XIX que Ellen pueda tener es completamente irrelevante, así como el motivo para usar guantes o cualquier otro elemento propio del vestuario en el montaje de una ópera. De hecho, es irrelevante la razón para conjuntar ambos recursos que, sabemos, no guardan ninguna relación entre ellos. Ellen permite a Annie mostrar en público el juego con su cuerpo. Para ello Annie sólo necesita elementos que contrasten con el color y textura de la piel de Ellen. Annie escribe sobre la pared blanca de un torso, traza fugazmente líneas sobre una superficie que no se inscribirá. Por eso se han mantenido las fotos de The Bosom Ballet: los trazos piden una permanencia que pueda ir más allá de la retiniana. Pero también por eso el encuadre fotográfico es tan extraño para la academia: el rostro de Ellen es aquí irrelevante, dado que la significación del fragmento se escribe por la rostridad que producen las líneas de dos antebrazos sobre la pared blanca de un torso femenino. Los plegamientos logrados por esa asociación redundarán en la puesta en escena de un territorio que oculta todo sentido. Una planicie radicalmente estriada para esconder los agujeros negros de una subjetividad que se oculta en el fondo de los pliegues. Es un momento en que Annie Sprinkle se expone, y es correlativo al escondite de Ellen Steinberg.



Como cualquier producto cultural, The Bosom Ballet puede ser revisado en otras vertientes. Lo que ante todo se manifiesta es la gran dimensión de las glándulas mamarias de un cuerpo, y desde ahí podría trazarse una línea que transfiera el proceso alimentario de la madre desde el momento en que lo reconocimos hasta ahora que está ausente. Algunas academias encuentran ahí al deseo. Esa chispa por el placer perdido funciona desde el ideal de su recuperación. En ese evento que se entiende posterior se garantiza la consumación del deseo mediante el placer. En este sentido, al placer se le idealiza por encima de todas las experiencias de la subjetividad, y entonces la promesa es que ese futuro será mejor. Pocas disciplinas transfieren tan fielmente el paradigma del progreso moderno en su temporalidad. Y esto ya es decir mucho, porque esa certeza por un futuro donde la ausencia se realiza está íntimamente relacionada con la promesa judeocristiana de la parusía: el regreso del Mesías para reconocer a los suyos y llevarlos en su compañía, de vuelta al paraíso. Grave herencia de una Edad Media influenciada por el clero. Mientras tanto, las alternativas son dos: un deseo que parte desde una corporalidad sin superficie de inscripción, o bien, una reacción que obedece al reconocimiento de un secreto que se oculta y en tanto se hace seductor.