miércoles, 23 de enero de 2008

De Blow Job 1: la técnica Warhol

Presentado en el III Coloquio de la Asociación Mexicana de Semiótica Visual y del Espacio "Semiótica del cuerpo", con el título "Cartografías post-porno-dramáticas: La representación de la erótica masculina en Blow Job de Andy Warhol"



“Practica tu rostro de orgasmo.”
- Jenna Jameson.

En 1966 Andy Warhol presenta su Blow Job en la Universidad de Columbia. Esta no fue la primera proyección del film, había sido previamente presentada desde su producción en 1963, bajo el auspicio de un puñado de galerías que aplaudieron el trabajo warholiano, como era de esperarse en la década de los sesenta. Columbia tenía sus obvios inconvenientes: ahora la pieza no se presentaba entre artistas y curadores, sino ante un público en su mayoría integrado por estudiantes, que llenaron la sala motivados por la publicidad que viene al film por su propio título. Aún faltaban algunos años para que llegara la legislación de producción y exhibición de material pornográfico en la Unión Americana, pero así como en las galerías, en el espacio universitario se trataba de una proyección de arte, con las grandes expectativas de fractura en la censura que el arte podría auspiciar, expectativas completadas por el rumor de la concordancia entre los títulos y las imágenes de otras películas del artista: era sabido que en Kiss (1963) sólo podía verse a una pareja besándose, que en Sleep (1963) sólo podía verse a un hombre durmiendo y que en Empire (1964) sólo se presentan tomas del edificio. Irónicamente, Blow Job representa un giro en la breve pero suficientemente contundente tradición. Los universitarios no sabían de esta ruptura, y no tenían porqué saberlo, la rápida fama que Warhol cobraba en la escena norteamericana de la década dejaba claro que no había nada en las piezas del artista distinto a lo señalado en la cédula montada por la curaduría, así era en sus films y también en su obra plástica. A la proyección asistieron, pues, cientos de adolescentes motivados por el frenesí de visibilidad, buscando sólo sexo explícito en pantalla, en espera del documental fisiológico que ya desde los Stag Films caracterizaba a la pornografía, y que en este caso se hacía esperar. Pero esa expectativa fue algo no previsto ni por Warhol ni por los organizadores. Con gran asombro, observaron cómo la audiencia enardeció en gran protesta tras breves minutos de proyección, viéndose forzados a abandonar de emergencia el auditorio. La razón era simple: el film no muestra la felación prometida por el título, la pieza no fue producida por el frenesí de visibilidad característico del porno, y por tanto la promesa entendida por el auditorio nunca fue satisfecha (Osterweil, 2004: 449-450).

Mediante la anécdota de Columbia, Blow Job nos deja con varias interrogantes, algunas susceptibles de ser respondidas en este trabajo. De entrada lo que es obvio: la toma secuencia del close up que muestra el film hace de la felación fuera de cuadro un evento totalmente cuestionable. En una lectura superficial, lo que está fuera de cuadro es la certeza pornográfica, y la pieza se entiende como erótica. Probablemente la mayor diferencia entre ver el film en la década de los sesenta y hoy es lo ilusorio que puede parecer que algún espectador relativamente iniciado en la obra warholiana esperase ver una auténtica felación en pantalla (Crimp, 1996: 111). La tradición ha abierto un círculo de la comprensión en torno al artista muy grande, y hace difícil que las expectativas de una obra se ciernan sobre la certeza de lo representado. Esta y otras líneas nos colocan en una posición segura para definir dos caminos en los que podemos oscilar. Evidentemente, el primero es sobre la discusión de si la pieza puede o no ser considerada dentro del texto pornográfico, pero el segundo versa sobre la fractura en la obra de Warhol. La tarea que proponemos es la de cartografiar una comprensión de la pornografía desde la visión del artista. Como señala Osterweil, los asistentes a la proyección de Blow Job en Columbia cayeron en la trampa de esperar ver en pantalla lo que se leía en el título, la misma en la que cae Waugh al llamarlo cockteaser y muchos otros que buscan en él a un cineasta. A pesar de los 650 films producidos entre 1963 y 1968 (Grundmann, 1993: 6), Warhol es un productor de imágenes, y por tanto la respuesta no se encuentra en sus otros filmes: es necesario preguntar al resto de su obra, a lo que nos dio en sus serigrafías y sus óleos. De ella se ha escrito mucho; en uno de los tantos comentarios, que por aislado de toda tradición se antoja radical, se escribe:

“Grandeza de Warhol con sus latas de conserva, sus accidentes estúpidos y sus series de sonrisas publicitarias: equivalencia oral y nutritiva de estos labios entreabiertos, de estos dientes, de estas salsas de tomate, de esta higiene de detergente; equivalencia de una muerte en el hueco de un coche reventado, en el final de un hilo telefónico en lo alto de un poste, entre los brazos centelleantes y azulados de la silla eléctrica. «Esto vale», dice la estupidez, zozobrando en sí misma, y prolongando hasta el infinito lo que ella es mediante lo que ella dice de sí misma «Aquí o en cualquier otro lugar, siempre lo mismo; qué importan algunos colores variados y claridades más o menos grandes; ¡qué estúpida es la vida, la mujer, la muerte! ¡Qué estúpida es la estupidez!»” (Foucault, 1999: 38).

Como categoría nodal del parágrafo insertado en su revisión del trabajo de Deleuze, Foucault reflexionará inmediatamente acerca del papel del filósofo con respecto a la estupidez, eso que siempre se cancela en el momento de abrazar los métodos de categorizaciones y oposiciones. El pensamiento como tradicionalmente lo conocemos, niega a la estupidez neutralizándola desde la clasificación y la oposición. Pero está ahí, visible, indiferente. Se le observa para producir la duda, para dejarla seducirnos. Es el motivo original de toda observación, y será desde ahí que la estupidez funcione como punto de partida en el sinuoso camino filosófico que tiene a la conceptualización como meta (Foucault, 1999: 39-41). La estupidez es el punto de origen de todo discurso en cualquiera de los campos del saber humano, es el motivo de la pregunta a responder. La filosofía con su conceptos, la ciencia con sus fórmulas y el arte con sus preceptos y afectos se han visto siempre motivadas por ella. Como tal, la estupidez está investida de neutral pureza, conferida siempre por la ausencia valoraciones de cualquier índole. Es el objeto antes de ser mancillado por la pregunta ontológica, el grado cero previo al concepto. De ahí su perfección, y de ahí la característica neutralidad en la obra de Warhol: su maquinista transcripción visual del mundo está exenta de valoraciones y prejuicios, una asepsia que deja al color y la forma limpios de lugares comunes que en otros productores de imágenes se aúnan a las piezas como factores intencionales o direccionales de una lectura evidentemente presupuesta.

Buena parte de la misma tradición postestructuralista distingue el trabajo warholiano como el mejor ejemplo del arte del vacío, como piezas desprovistas de toda cualidad ontológica. Esa nada que es puesta en obra no pasa nunca por la ausencia de contenidos, antes bien, es el giro en la tradición del arte para plasmar la ausencia de lo simbólico. Así, cuando pone en obra al objeto, previamente lo ha hecho pasar por un arduo análisis de su apariencia, sólo su apariencia. Aniquila toda la memoria colectiva que provee al objeto de su esencia. El mismo tratamiento da a los sujetos o sucesos: al funcionar como motivo en la obra, son antes transmutados en objetos que igualmente pasan por esta observación. El rescate de los iconos de la cultura de masas sucede en Warhol desde esa superficie, rescatando de ellos lo más reconocible, manteniendo la ilusión que el consumo les confiere, como aquellos rostros anónimos que saltan ante nuestra indiferencia en los anuncios publicitarios. El mundo entero presentado como una mirada perdida, extranjera, esa que no comprende lo que sucede porque no puede relacionarla con nada fuera de la cultura del consumo. Warhol toma esa mirada, detenida en la figuratividad de las cosas, y la continúa en su lienzo. Sin la ayuda de cámaras, perpetua esa visibilidad con la que los objetos llenan a la mirada, y ni siquiera necesita seleccionarlas. En esta lógica que caracteriza a una subjetividad que no comprende lo que observa, toda visión es una buena visión (Baudrillard, 1997: 105-117). Por eso Warhol produce el vacío, por eso juega con la nada desde la neutralidad de la estupidez.

Se dice que todo el Pop es banal, caricaturesco, superficial, consumista, y muchos otros adjetivos que denuncian una ruptura con el compromiso de hacer el mundo en una imagen. Se dice que está lejos del arte y de la estética, al menos del arte y la estética que existen en la idea que académica o popularmente pueden tenerse. Realmente es un fenómeno de espejo en el que los objetos son sólo calcados, haciéndolos permanecer sólo mediante su imagen: de ahí viene la superficie como categoría. La puesta en obra de una identidad eterna de las personas que busca cómo manifestarse visualmente, robada mediante las múltiples técnicas para ser plasmada en un lienzo. Los objetos son tratados de la misma manera, por eso Warhol reduce a objeto todo lo que toca, haciendo clara una distancia entre lo representado y el observador, pero coartando toda posibilidad de acercamiento, y con ello, de disección interpretativa: hace desaparecer de la mirada del espectador toda ruta que pudiera llevar a ese reconocimiento de la sustancia de lo puesto en obra, patentando una experiencia de extrañamiento de lo que es claramente reconocido, pero desprovisto de su relación con el mundo, fracturando la mirada de la memoria y finalmente desimbolizando el objeto representado (Barthes, 1995: 203-211). Emparenta al espectador habituado a esos estímulos con el exotismo extranjero. Se distingue lo que hay, se lee el signo, pero la distancia y extrañeza que le acompañan son producto de una búsqueda por significar al significante, por representar a la representación. Es lo único que se encuentra en la superficie.

Tal vez todo comenzó con Duchamp, y la crisis de la puesta en obra que trajo Fountain en 1912. Independientemente del muy conocido argumento de la re-simbolización del objeto sostenido entre el jurado de la Bienal de Viena (Calvesi, 1999: 41), el readymade fue el punto final en la tradición de la representación: en él se dispone de la superficie del objeto real para que descontextualizado, juegue el rol de significación por sí mismo, ya no por la puesta en obra de sus rasgos morfológicos, ni por el mundo que enmarca su existencia. La Vanguardia aventajó mucho en ese camino, el de descomponer lo figurativo de sus modelos en el momento de su puesta en obra. La única vía de continuidad en la tradición del arte, que no continuara con los procesos deconstructivos que caracterizaron a la Vanguardia de la primera mitad del XX (y de la que incluso el readymede fue producto), fue la de poner en obra la propia puesta en obra, lo que hace el Pop como gesto característico. Como apunta Baudrillard: “Duchamp montó un escenario, pero a través de su propuesta de generalización de la estética, grandes cosas podían ocurrir. Warhol es un ejemplo, otro artista que introdujo la nada en el corazón de la imagen” (2005: 53). El rescate se lo debemos a Warhol, es el aliento de vida que el arte necesitaba en esta dinámica suicida. Él nunca haría una pipa, como nunca hizo una sopa, ni siquiera hizo visibles las relaciones de alguna sopa con el mundo; Warhol puso en obra el signo que convencionalmente se lee como una sopa; una regeneración del significante que se aleja de la alegoría, la metáfora o la connotación porque separa al signo de la sopa de todo su entorno para hacer que la nueva sopa, la producida en Factory, sólo sea eso, una nueva sopa que ahora está sustraída de todo lo demás. Si bien es cierto que la puesta en obra de la representación guarda una estética que rompe con el mundo que sostiene al objeto representado, también lo es que regresa al propio juego de la puesta en obra. Una estética para-ontológica que no parte de lo real ni de su directa representación, sino que la trastoca desde la convención que la caracteriza. “Warhol tomó su decisión conscientemente, casi demasiado consciente, muy cínicamente. Pero aún es una decisión heroica. La reaparición triunfante del arte hoy, en la era posmoderna, significa que la gran aventura moderna de la desaparición del arte ha concluido” (Baudrillard, 2005: 103). Así los movimientos artísticos que aparecen como conceptualmente propositivos o alegóricos desde el enfoque de una vanguardia aparentemente tardía, deben mucho al trabajo de Andy Warhol.

miércoles, 16 de enero de 2008

Del paisaje sonoro 1: escuchar el ambiente

Es una realidad que el sonido se ha visto transformado en las grandes ciudades durante los últimos doscientos años. Cotidianamente, hoy nos relacionamos con términos como ruido y contaminación sonora, y los comprendemos como evidentes condicionantes de urbanización. Concientes de la transformación que ha observado el ambiente sonoro a nivel mundial mediante estos procesos (iniciados evidentemente con la revolución industrial), el World Sounscape Proyect inicia su trabajo. Hace cuarenta años se cristalizó la postura metodológica con una conceptualización que la respaladara: la publicación del libro del coordinador general del proyecto, Robert Murray Schafer. En el texto, la contaminación sonora se concibe desde su revaloración, es decir, una propuesta para comenzar a escuchar lo ya transformado y así convertir el ruido en paisaje sonoro. Es difícil discutir con el presupuesto de la investigación de Schafer: el hecho de una realidad sonora existente en cualquier delimitación que realicemos para su reconocimiento espacial. En términos generales, eso es el paisaje sonoro: el campo de estudio de una realidad concretada mediante su sonoridad, es decir, la multiplicidad de sonidos que sincrónicos se producen, inundando un espacio determinado y cohabitando en él; y la segmentación de la que estos sonidos son susceptibles para su estudio individual (Schafer, 1994). En lo particular, las especificaciones y problemáticas del concepto dan lugar al diálogo que aquí se pretende, ya que como en todo gran texto, que además es iniciador de una práctica discursiva que alcanza tanto a la reflexión como a la práctica del registro sonoro, son más las preguntas abiertas que las soluciones en él dadas. Nuestra intención no puede girar en torno a la crítica de su propuesta, enunciada desde el espacio de seguridad que le confieren los varios años de registro y meditación a propósito del paisaje sonoro. Nuestra inquietud nace por cartografiar, a partir de esa zona de seguridad, las implicaciones que la multiplicidad sonora puede alcanzar en el registro para el reconocimiento de una realidad circunscrita espacialmente.

No es difícil discernir que la comprensión que hace Schafer de los diversos sonidos que componen al paisaje sonoro sea bajo la categoría de evento sonoro, es decir, el sonido como índice de una acción (Schafer, 1994: 131). Lamentablemente, Murray Schafer tiene razón. En términos físicos, el sonido se entiende como un cambio aparente de presión, una perturbación que se expande en un medio elástico necesariamente anclado a un suceso que lo provoque. El sonido se produce, es consecuencia de un evento que irónicamente, las más de las veces no observa lo sonoro como objetivo primario. Y no sólo en ese sentido, paralelamente Schafer acierta al proclamar un análisis que pasa por el abordaje de sucesos que fácilmente podemos asociar a épocas y problemas propios de la evolución tecnológica o la conformación de las grandes ciudades, de ahí que la propuesta parta de revalorar la contaminación sonora. El autor realiza una travesía que parte de los sonidos producidos en la naturaleza y culmina con la gran ciudad, surcando los caminos rurales y de las pequeñas urbes, asociadas con la germinación del crecimiento del ruido característico de nuestra era. Revisión diacrónica, en la que se identifican además los sonidos con los que nuestros ancestros simbolizaron necesidades como la protección y el alimento (en el sonido del mar y las cuevas), lo santo y lo profano (mediante la campana en las villas de la primera cristiandad) o los conglomerados humanos y la soledad del campo (con la gestación de las primeras ciudades), etcétera.

Desde la perspectiva de Schafer, son dos las condicionantes evidentes en todo evento sonoro: el sonido que sucede y la actividad que le da vida, una comprensión de lo sonoro que siempre se ancla a una acción reconocida y clasificable, en otras palabras, simbólica. Por la abundancia de sonidos de esta naturaleza, es sencillo pensar que en términos sociales, el paisaje sonoro sucederá dentro de lo que conocemos como espacio público, y que por extensión lo determinamos como espacio antropológico, transformado conforme al desarrollo cultural. Por medio de su revisión diacrónica, el propio Schafer marcará las distancias entre las conformaciones sonoras producidas en cada momento cultural; de entre todas ellas, la más radical, y la que nos despierta mayor interés, es la transformación del entorno posterior al siglo XVIII, y la revolución electrónica que reescribió a los conglomerados humanos bajo adjetivos como sociedad de consumo, lógica del capitalismo tardío, sociedad postindustrial, mundo globalizado, etcétera. La principal distinción pasa por la perturbación sonora con respecto al ruido, diferenciada por el autor bajo los rubros alta fidelidad y baja fidelidad. Esta señal participará del paisaje sonoro por la inteligibilidad con la que los sonidos pueden ser escuchados en determinados espacios, de ahí que se sostenga que sea mayor la fidelidad durante la noche que en el día, en el campo que en la ciudad, en la biblioteca que en la fábrica, en las tiendas que en los pasillos de un centro comercial, etcétera (Schafer, 1994: 43-44, 71-73). Este murmullo, en cualquiera de los casos, adquiere el carácter de lo que se distingue como “tonalidad”. Schafer la piensa desde el sonido del mar o el tránsito, pero si como tonalidad se explica el marco, la base audible sobre la que resaltará un evento sonoro determinado, puede también asociarse con las inducciones del sistema de preamplificación de algún auditorio, con el ruido que se llega a filtrar en una estación de radio mal sintonizada o en el cotidiano uso del teléfono, casos que observan este elemento comparable, según el autor, con la relación fondo-figura de la imagen. La tonalidad es el principio fundamental del paisaje sonoro, y es lo que después se enriquecerá con el llamado sonido en primer término. En general, Schafer piensa en elementos fácilmente reconocibles, como campanas o sirenas, que tienen además una participación alternante en la escucha, conservando el símil icónico, se incorporan al fondo o resaltan como figuras (Schafer, 1994: 9-10).

En términos generales, estos esbozos son los que componen el sistema de escucha que el World Soundscape Project propone, al menos los principios que pueden funcionar como guía de estas líneas. Expandiendo el campo metodológico, sabemos que lo sonoro como ambiente sucede en una multiplicidad que inunda y atraviesa el espacio. Las líneas que lo componen se hacen complejas porque la onda, a pesar de caracterizarse por un frente aparentemente definido, se expande parcial o totalmente en forma esférica, ampliando gradualmente su campo de acción, y al mismo tiempo, desapareciendo por atenuación. Su duración es muy breve, y su inscripción nunca es permanente. Son imposibles de ser repetidas en exactitud, y dadas las implicaciones de su estructura armónica, cada una guarda profundamente una multiplicidad en su naturaleza. El paisaje sonoro sucede como un rizoma, que necesariamente puede explicarse con certeza sólo mediante un registro que lo explique desde fuentes específicas, donde por supuesto, el sonido nunca ha estado. Desde su producción, cada sonido se compone en temporalidad, y su estructura (entrada o ataque, estabilidad, vibración y final), su intensidad (volumen y su constancia), tono (que tan agudo o grave, dentro y fuera de la notación musical) y timbre (el matiz propio que caracteriza a su fuente); cada sonido es independiente de otros, heterogéneo al menos hasta encontrarse con otros sonidos, provenientes del mismo origen o bien de algún otro. Cada sonido siempre se mezclará con otros sonidos, se conectará con ellos manteniendo su independencia o reescribiéndose para generar algo distinto de lo que originalmente todos ellos fueron; esto puede suceder en el escucha (como condición del estudio sonoro en las humanidades), pero también en la propia vibración de partículas, afectando directamente al objeto de observación de la acústica como ciencia exacta. En un espacio determinado, el ambiente sonoro será una orquestación aleatoria, la sinfonía que ya estamos acostumbrados a tematizar; una superimposición abstracta caracterizada por su multiplicidad. Conjuntas, la producción aural y su multiplicidad, marcarán un territorio sonoro, un espacio delimitado por las propias leyes acústicas que rigen al sonido y que como en todas las ciencias, son ignoradas en el momento de relacionarnos cotidianamente con cualquier fenómeno. Por su propia característica atemperada, el paisaje sonoro nunca será idéntico, siempre será imposible de reproducir aún repitiendo las condiciones en que anteriormente se ha producido; nunca será calcomanía porque cada sonido fluye independiente de los otros, siempre atraviesa de distinta manera el territorio que el ambiente sonoro compone.