jueves, 12 de junio de 2008

De Nudes 1: las estrategias de lo simbólico

Hay una vertiente para comprender al cuerpo en función de su genitalidad, en ella se pasa por la delimitación de un significante despótico en tanto que central. Ese significante funciona como la primera de las dimensiones simbólicas en un cuerpo que fragmentado se define en función de su erogenesis. La mirada funciona de una manera análoga: gracias al principio de estereoscopía, el punto en el que confluyen los dos ojos se presenta como la centralidad despótica de una realidad percibida en el acto de ver. Pocas veces podríamos enfrentarnos con una analogía tan bien determinada: así como el organismo se compone en función de su genitalidad, lo real se descubre ante los ojos siempre por un centro. No es difícil suponer que en una cultura helénica como la nuestra, los principios de una academia como el psicoanálisis estén tan cerca de la fisiología que enmarca a la visión. Si hemos de confiar en la organización psíquica del cuerpo en esos términos, bien podríamos señalar que ahí se encuentra el origen, y como tal, el propio camino para concebir al mundo en términos simbólicos. Pensar la mirada conformada a partir de un centro que organiza el espacio es una tradición que nos viene desde el siglo XIV. Pese a la fuerza y velocidad con que ese principio se posiciona en nuestra cultura, su reflexión ha abierto coyunturas, líneas de reflexión que buscan un replanteamiento de los modos de ver, considerando que en esos principios se encuentra la propia relación que podemos tener con el mundo. Esa fue la lucha de McLuhan, su gran molino. En términos muy generales, podemos condensar esta línea que fuera la propuesta de su vida, en un sencillo pasaje: “Todos los rasgos de la «conexión» lógica y el razonamiento silogístico exhiben y usan sólo las propiedades del espacio visual: el espacio imaginado como un recipiente natural, un espacio que es estático, lineal, continuo y conectado.” (1990: 35).

Hagamos la analogía. Si el ojo se desplaza por la superficie del lienzo, lo hace desde la linealidad que a toda trayectoria pertenece. La continuidad de las líneas que se fugan hasta ese punto se reinician en otras direcciones que arborecen a partir de él. Además de la continuidad propia de la línea, el punto de fuga es eslabón de los distintos segmentos. Se realiza la continuación de una trayectoria pensada para el ojo, es un cruce que conecta al mismo tiempo que interrumpe: es dispositivo. Pero al permitir la continuación de flujos lineales, el punto de fuga pasa por el problema de su despotismo. Así como el punto de fuga ordena los elementos posados en el espacio icónico, la mirada selecciona el lugar donde posarse para comprender y ordenar el estímulo de lo real. La centralidad del punto de fuga es transferencia de la centralidad estereoscópica. Probablemente el significante central sea histérico en la medida en la que es una mirada centralizada quien le transfiere su despotismo. La abstracción representacional se organiza en dos sentidos: el de un centro en el que confluyen todas las líneas de profundidad y el de permanencia de ese centro como principio icónico por excelencia. Si el espacio será siempre enfrentado desde el punto de fuga, entonces la centralidad espacial será un elemento que se comprende constante en la representación visual como abstracción arbitraria del signo que acontece en la mirada. La mirada se distingue de la visión por la producción de una estructura, y esa estructura será significable sólo en tanto sea simbólica.

No toda imagen perceptual es simbólica, como tampoco toda imagen conceptual. Lo simbólico es algo que se filtra en ambos registros. La distancia ya fue esbozada desde el inicio de la lingüística estructural: “Lo característico del símbolo es no ser nunca completamente arbitrario; no está vacío, hay un rudimento de lazo natural entre el significante y el significado.” (Saussure, 1997: 105). Lo simbólico no es precisamente el símbolo, probablemente esa sea su dimensión más abierta. En un muy osado intento por distinguirlo, podemos decir que es lo aprendido psíquicamente, el evento que marca al individuo en cualquiera de sus dimensiones, la acción de la cultura en la conformación del sujeto mediante sus sofisticados rudimentos y que en su autorreferencialidad, permite la interacción y el intercambio entre sus miembros. En pocas palabras, la huella mnémica a la que se refiere el psicoanálisis. Al proceder desde la memoria, lo simbólico sale al encuentro de una realidad percibida, la fragmenta y comienza a reconocer algunos elementos fragmentados en tanto signos, permite su ordenamiento en sintagmas y así continúa el proceso cultural. Por eso es el principio de la semiología, lo que hace funcionar la impresión de sentido a partir de un significante. Ese es el parentesco estructural que guardan la semiología, la antropología y el psicoanálisis: en el estructuralismo, las tres persiguen el reconocimiento de los fragmentos de lo real, para posteriormente ir extendiendo territorios de comprensión por las relaciones de los significantes y así exponer sus conclusiones sobre un mensaje, una cultura o un paciente.



La producción cultural sucede desde la elaboración sígnica estructurada en cadenas, líneas de intensidad heterogéneas conectadas entre si en diversos puntos de cruce. El tejido rizomático se extiende mediante la creación de objetos y discursos que en esta tradición aparecen mediante la reescritura de lo ya simbolizado. La labor de lo simbólico es la de identificar fragmentos, nodos a lo largo de las líneas: segmentos más o menos reconocibles que se relacionan con la memoria individual o colectiva que se hacen tangibles en forma de nodos y puntos de cruce de dos o más líneas. Los nodos simbólicos son el primer principio para dotar a cualquier fenómeno de una estructura o un sistema análogo al lingüístico. Mediante el reconocimiento de lo simbólico se comenzará con la búsqueda de sentido al interior de los segmentos diferenciados entre esos nodos, y finalmente la estructura adquirirá sentido mediante la significación. Si bien es cierto que siempre existen más de un sentido en una línea significante, también lo es que el estructuralismo buscará siempre la acción de aquella que se compone en el proceso de significación, no necesariamente de sentido, pues el significado es sólo una de sus múltiples formas. Esa estructura de significación será la función específica de la que se habrá de asir el estructuralismo. “En realidad, no hay estructura mas que en aquello que es lenguaje, aunque se trate de un lenguaje esotérico o incluso no verbal.” (Deleuze, 2002: 224).

Lo simbólico funciona como el primer significante en ser identificado dentro de la cadena, se erige como significante central, punto de partida en el proceso de significación de las líneas que se sistematizan a su lado. Así como el punto de fuga es dispositivo de distintas líneas que llegan a él, nodo simbólico centrado que codifica el movimiento del ojo organizando la mirada. Aunque estemos muy lejos de poder definir lo simbólico en diez palabras, podemos ubicarlo como el principio de los sistemas de significación, principio de sentido que sucede en tanto que primera identificación de la memoria, cimiento y posibilidad primaria del abordaje estructural. “Actualmente hay que reservar el nombre de estructuralismo para un movimiento metodológico, precisamente su lazo directo con la lingüística.” (Barthes, 2002: 45). Sin embargo, para lo simbólico el sentido nunca es una atenuante. Atraviesa los tres regímenes antropológicos del signo porque la asociación ocurre en cualquiera de sus dos entidades. En su búsqueda de un sentido que funcionara como punto de partida o llegada en el proceso interpretativo, lo simbólico se erigió como el principio fundamental del signo. La carga simbólica permite tanto la univocidad de la monosemia como la arborescencia polisémica. En un acepción muy simple y amplia, el símbolo se define como la coexistencia de dos o más sentidos (Barthes, 2002: 46-48). Probablemente por eso su ausencia en el Curso saussuriano: en la complicación de una monosemia que pueda investir al símbolo, la convención certera que dota al significante de sentido estará igualmente problematizada. La relación bi-unívoca que fundamenta el interior del signo se fractura, porque para ciertos significantes, la posibilidad de múltiples significados es un hecho.

Son muchas las prácticas culturales que han optado por un alejamiento de la tensión que se produce al interior del signo y que dota a los productos de sentido; aunque este alejamiento no necesariamente sea de lo simbólico. En las artes visuales estas prácticas se hacen por demás ilustrativas mediante los caminos abiertos por el abstraccionismo. Son semiologías asémicas, en las que se ha sacrificado un significado por la búsqueda de la sensación, una opción por la Figura antes que por lo figural para así recomponer una mayor posibilidad del eje de deseo al momento de encontrar y experimentar la obra (Lyotard: 1979). Convenientemente, en el abstraccionismo se suprime al significado pero el significante permanece: una tensión oposicional que se resuelve en la travesía de uno de los caminos y el abandono del otro. Como lo simbólico se filtra en ambos registros, su presencia continuará siempre y cuando el significante permanezca. Muchas son las prácticas en la tendencia asémica, por lo pronto acotémonos en la música, sólo por ser la más abstracta y fugaz de las bellas artes. Efímera y resbaladiza, aún la música se incorpora al campo de lo simbólico desde la tradición de su academia. En la delimitación de sus tonos, de sus timbres reconocidos dentro de una orquesta, en sus anotaciones y su sistema de enseñanza, la música ha construido una doctrina que le confiere el reconocimiento de los suyos, para trabajar con ellos en una continuidad de su construcción institucional. En este proceso autorreferencial, la música deja de lado a la mayor parte del sonido, reconociendo sólo aquellos a los que su tradición ha simbolizado.

Hay muchas músicas, o muchas formas de semantización de la música. Expandiendo a Barthes (1995: 257), podemos señalar por lo menos tres: la música que se baila, la que se canta y la que se escucha. Cada una ha formado sus rituales, donde los asistentes se concentran en alguna para dar paso a continuidades semánticas lejanas o no de los ritmos y tonos. Los movimientos dancísticos, la voz en onomatopeyas instrumentales o líricas lingüísticas y el gusto de la escucha son formas simbolizadas en tanto que responden a una tradición cultural. Este es el principio en donde opera lo simbólico. Poco importa si los sonidos musicales en tanto signos, mantienen o no una dimensión de significado, al final guardan una relación simbólica en tanto que culturalizada. Los modos de relación con la música son ejes de sentido, pero de un sentido semántico antes que de significación. Claro que no hablamos por toda la música. Desde la vanguardia se ha hecho la distinción de la música atemperada, aquella que en general se reconoce como libre de los principios de escolarización y tradición. Tal vez por eso sea tan complejo abordarla dentro de la derivación lingüística, la distinción que se le hace dentro de las semiologías semánticas parece no ser suficiente. Los sonidos de la música son signos asémicos: significantes que no construyen un sentido en tanto que significación, pero que son susceptibles de una sintaxis, y por tanto de una continuidad de flujos simbolizados que encierran la fortuna de su carencia de significado.


Se ha hablado mucho de la imposibilidad de escapar a lo simbólico, y aparentemente es cierto. Como punto de cruce de líneas significables o semánticas, lo simbólico aparece en formas perceptuales definidas y estáticas que saltan a la superficie, parece tan constante como el punto definido por la mirada estereoscópica. Lo simbólico necesita de cualidades como estas para ser aprehensible psíquicamente. Como giro de estos principios, Thomas Ruff realiza sus Nudes. El proceso es muy sencillo: apropiarse de fotografías pornográficas existentes en la Red para trabajarlas mediante el software Photo Shop. Sabemos que la constante de la imagen pornográfica está caracterizada por la presencia fálica o sus metáforas durante la acción sexual, esas son las imágenes usadas por Ruff. Sus apropiaciones pasan por varios procesos de re-elaboración. Inicialmente son corregidas en su encuadre, sólo para crear una nueva composición. Si algo se trastoca en esta primera modificación, la acción sexual y la presencia fálica saldrán siempre incólumes, al menos hasta este punto del proceso. Una o varias aplicaciones de la herramienta Blur darán el toque característico de las imágenes, el sello característico de la serie, que ahora las hace listas para imprimirse y ser incluidas en los muros de museos y galerías. Esa es la parte sencilla, la técnica que emerge de la digitalización como reproductibilidad técnica y que lleva a la serie fuera de los planteamientos clásicos de un virtuosismo encarnado en la técnica. Como se puede sospechar, la complicación se asoma según los parámetros de lo simbólico.

De Nudes 2: jugar lo simbólico

Se ha hablado mucho de la imposibilidad de escapar a lo simbólico, y aparentemente es cierto. Como punto de cruce de líneas significables o semánticas, lo simbólico aparece en formas perceptuales definidas y estáticas que saltan a la superficie, parece tan constante como el punto definido por la mirada estereoscópica. Lo simbólico necesita de cualidades como estas para ser aprehensible psíquicamente. Como giro de estos principios, Thomas Ruff realiza sus Nudes. El proceso es muy sencillo: apropiarse de fotografías pornográficas existentes en la Red para trabajarlas mediante el software Photo Shop. Sabemos que la constante de la imagen pornográfica está caracterizada por la presencia fálica o sus metáforas durante la acción sexual, esas son las imágenes usadas por Ruff. Sus apropiaciones pasan por varios procesos de re-elaboración. Inicialmente son corregidas en su encuadre, sólo para crear una nueva composición. Si algo se trastoca en esta primera modificación, la acción sexual y la presencia fálica saldrán siempre incólumes, al menos hasta este punto del proceso. Una o varias aplicaciones de la herramienta Blur darán el toque característico de las imágenes, el sello característico de la serie, que ahora las hace listas para imprimirse y ser incluidas en los muros de museos y galerías. Esa es la parte sencilla, la técnica que emerge de la digitalización como reproductibilidad técnica y que lleva a la serie fuera de los planteamientos clásicos de un virtuosismo encarnado en la técnica. Como se puede sospechar, la complicación se asoma según los parámetros de lo simbólico.

Nudes es alegoría, y toda alegoría es simbólica, porque es la certificación del significante central, porque radica en el reconocimiento de un significante que ya se ha aprehendido en la memoria. Poco importa si optamos por cambiar el nombre y desechamos lo simbólico a cambio de lo alegórico; a fin de cuentas esa referencia se cumple desde el reconocimiento de un original, una pieza anterior que sirve como base para comenzar el proceso alegórico, y el reconocimiento parte de la memoria, de la huella mnémica producida por el original. Siguiendo este principio, buena parte del arte contemporáneo se resuelve mediante la alegoría: citas, referencias, repeticiones; rescates del significante con una alteración de significado, bien de la cultura de masas, bien de la historia del arte. Desde esta perspectiva, parecerían oscurecerse las posibilidades del sentido original que pudo olvidarse para ser replanteado en un gesto de re-contextualización, como las reediciones de los textos sagrados, como las recreaciones de eventos culturalmente trascendentes. En el más llano de los sentidos, la alegoría es un plagio. Es una forma de usurpar la pieza original o al menos alguno de sus elementos formales, y retomar el referente que pertenece a un público consciente de enfrentarse a él. Pero en otros niveles, es hacer común a un productor y un contemplador como miembros visualmente activos de una cultura, declarar un equilibrio en las condiciones en las que ambos llegan para enfrentarse a la obra, habiendo atravesado por todo un proceso de aprendizaje cultural que los lanza a una posición de intercambio a partir de una pieza alegórica. La alegoría es la acción de los derechos civiles sobre un significante específico que se ha posicionado mediante una diseminación cultural. (Owens, 203-207).

“Con los "Nudes", Ruff sustituye alguna festividad por suspicacia e ira; se basa en un género en el que cualquiera puede ser experto pero que ha sido empleado por pocos artistas sin haberse metido en problemas. Ruff puede pensar que estas piezas son analíticas u objetivas, pero también son un dulce lujo visual. De cerca parecen incluso conceptuales. La piel se derrite en pequeños y puntilleados pixeles que dan lugar a la forma; los colores trasladan los contornos del espacio visual. El sexo se repliega en algo superado, óptimamente confortable, estas imágenes cotidianas mutan en para-pinturas directas del planeta del amor.” (Saltz, 2000).



La alegoría sucede desde lo simbólico, y lo simbólico funciona en el registro perceptual como principio de significación, la transferencia de un significante que espera ser investido por un significado. Ahora bien, si con algo podemos sostener la independencia del arte a lo largo de la historia, es su principio de vibración, el principio que la hace ser sensación, la catarsis de los griegos o la experiencia estética de la modernidad. Un gesto pictórico concreto por hacer visuales las sensaciones que originalmente no se muestran, un gesto musical por hacer tónicas las mismas sensaciones. Originalmente son vibraciones que están en el mundo pero que no son reconocibles por los sentidos, y por tanto, tampoco son psíquicamente aprehensibles. La producción estética es hacer de la percepción un percepto, devenir con lo percibido mediante una sensación que nos lo muestra, y desde ese devenir, desde esa cualidad que nos permite hacernos uno con lo percibido, entonces si, a plastificarlo con recursos visuales, escribirlo con medios gráficos, gritarlo con movimientos sonoros... Plasmar vibraciones en lienzos pictóricos o musicales, ese es el principio de producción del objeto estético. Cada sensación es eso: el eje vectorial de una onda que se escapa para transmitirse y atravesar todo lo que encuentre, sin distinción alguna. Cada sensación pertinente de la estética es el dejarse atravesar por la vibración, devenir-sonido, devenir-color mediante la materialidad que hace a la pieza. (Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía?, 164-200).

El símil es sencillo. Acústicamente, reconocemos al sonido como una onda, una vibración, de ahí que contenga propiedades como amplitud, estructura armónica y longitud de onda. Cada vez que una onda se encuentra con cuerpos cuyo volumen sea análogo a la longitud de onda (en términos de multiplicidad aritmética), contagiará la vibración que la produjo y se cumplirá la resonancia, incluso mediante vibraciones no audibles. Si comprendemos a la sensación como analogía de la vibración, su percepción coincidirá con el efecto. Así, un sonido que se produce en lo real irá atravesando cuerpos que análogamente lo repiten mediante la resonancia, tanto como la sensación surge de cualquier parte y se inscribe resonante en la pieza para ser continuada en la contemplación. Si puede suceder en la subjetividad es por su materialidad, y por ese límite que la circunscribe. Podríamos señalar ahí al efecto alegórico, un proceso pertinente dentro del universo de la estética: el motivo son piezas anteriores como pretexto para hacer percepto de una sensación, materializar vectores de intensidad que atraviesan la pieza para hacer vibrar a otros materiales. Después de devenir con la pieza contemplada, volver a devenir para alcanzar un nuevo percepto, ahora digno de ser plasmado en una nueva pieza. Quedarnos en el reconocimiento figurativo es reducirla a un sintagma cargado de sentido, que puede o no abrir el campo textual, pero que continuaría en el marco meramente discursivo, distrayendo toda posibilidad que pudiera tener la sensación. Optar por la Figura es llevar el motivo fuera de los principios de significación para descubrir las cualidades semánticas de vibraciones y sensaciones, es promover una relación con la pieza que poco tiene que ver con la escena presentada y mucho con la sensación alcanzada (Lyotard: 1979).

En el caso de la alegoría, es sencillo establecer los dos sentidos barthesianos de relación con la representación. El sentido obvio de la imagen se centra en esa posibilidad de aludir directamente a los elementos de sentido semiológico que se manifiestan en la pieza. Es el reconocimiento simbólico en el que se basa la figuratividad de la imagen. La mejor forma de crear mensajes informativos, y que, al ser trasladado al nivel estético, se resuelve como una sensación de placer, sustentado en la transferencia simbólica. Propiamente, la performática de una lectura estructural. Un vector de intensidad puede ser claramente reconocible por el espectador, como una onda sonora puede armonizar en el cuerpo que la recibe; en esta armonía radica el principio obvio como el placer provisto por el reconocimiento de los elementos simbólicos. Análogamente, la onda puede ser disonante en el escucha, extraña para el espectador: no codificada. Ahí radica lo imposible de ser simbolizado, el sentido obtuso de la imagen. Es un eje nuevo para el espectador, y aunque no sea una vibración codificada que pudiera acentuar el principio de resonancia como la compatibilidad de una longitud de onda con el volumen del cuerpo, acompaña a la vibración fundamental, la recompone, produciendo la diferencia en las vibraciones a partir de una continuidad que originalmente aparece como repetición. (Barthes, 1995: 49-65). Es muy sencillo referirnos a principios de armonía en el efecto de resonancia, siempre suceden desde un espacio de seguridad. Son flujos codificados, reconocibles para el espectador. Inversamente, no es tan sencillo encontrar ondas disonantes, no codificadas. Probablemente de ahí la complejidad para definirlas.

Sería muy sencillo proclamar el sentido obtuso en Nudes, y así hacer que nuestro análisis escape de la coartada de lo simbólico. En realidad, no es tan fácil señalar si este sentido realmente existe en la serie. Por lo menos sabemos que no se encontraría localizado en un único punto que aparece accidentalmente para desde ahí disonar, el lienzo completo se repliega para lanzar un único vector que deterritorializa la pieza, para inversamente territorializar al cuerpo que resuena continuando la vibración. (Deleuze, 2002: 63-78). En Nudes, el reconocimiento simbólico de lo pornográfico se aúna al movimiento que produce lo borroso del Blur en la puesta en obra del objeto: ambos suceden como dos vectores, dos ondas disímiles encontradas en el lienzo para formar una onda resultante del devenir-movimiento de la significación; adición alejada del flujo discursivo que antes bien abre flujo en la discursividad. La presencia fálica en una acción sexual como principio de lectura, la ruptura del principio de estereoscopía como recurso de representación que se hace obtuso: dos sentidos que se suman: un principio del placer concretado en la simbolización y un sentido de incertidumbre óptica que en Nudes nunca lo deja solo. Ambos producen una onda resultante que no es ni uno ni otro ni simultáneos ni en pugna: sucede desde el medio, desde algún lugar en la distancia que hay entre ellos, que además nunca es el mismo: fluctúa a cada momento, sucede como devenir. De la oposición tradicional a un punto difícilmente definible en medio de la transición entre los opuestos.



Hemos dicho que ciertos discursos proyectan vectores de intensidad, flujos de vibración que pueden ser o no empáticos con quien los recibe, y que a partir de esta empatía se determinarán los niveles en una pieza. No es que estos vectores se opongan, ni siquiera que puedan ser sustraídos mediante su devenir: son múltiples ondas que sincrónicas se desplazan en ejes propuestos por la pieza. Ondas disonantes, vacías de sentido y reconocimiento. Una estética del vacío que radica en la provocación de una sensación imposible de ser verbalizada por la carencia de un referente con el que se pueda asociar: ruptura del símbolo en tanto que ruptura de la mirada estereoscópica. Seguro que esa sensación tiene repercusiones como la muerte, siempre y cuando la vida se circunscriba a la subjetividad, y que además esa subjetividad sea sostenida en el lenguaje simbólico o en la certeza de la mirada y todas las demás formas relacionadas. Claro que la estética del vacío presupone la existencia de una subjetividad tanto corporal como cultural, con su osamenta, ideología, carne, memoria, aprendizaje, epidermis y todo lo demás; pero también con sus proyecciones y sus extensiones caracterizadas por el campo de vibración. Un cuerpo comprendido como máquina, máquina que se pliega para conectarse con otras y así formar nuevas máquinas. Una única condición: perteneciendo al nivel no referenciado, la resonancia disonante anula cualquier posibilidad de simbolización, de ahí que la estética del vacío suceda sólo en un cuerpo sin órganos atravesado por la vibración: se reconoce por su sensación antes que por su fisiología, su operatividad, su organización orgánica e incluso su memoria; un cuerpo sin superficie de inscripción, pre-subjetivo por estar ausente de significación: inmanencia pura. (Deleuze y Guattari, 1973: 11-42).

Ruff transmuta la firma de la imagen, el código que alguna vez le permitió ser pornográfica; la lleva de Nina Hartley y John Holmes a un acercamiento con De Kooning o Ritcher (Saltz, 2000). Desprotege a las imágenes de la permanencia de un símbolo centralmente despótico que en el original se mostraba para su reconocimiento. Así como la realización pictórica de la vanguardia transfirió el rostro en cabeza, ahora la fotografía devuelve lo figurativo del cuerpo a la Figura del bulto. Ambos registros juegan con la certeza de la representación al ubicarse en un punto intermedio entre la abstracción y la figuratividad. En este proceso Ruff se adhiere además a una deconstrucción de lo pornográfico, desproveyendo a la imagen de su segundo sentido y abriendo las posibilidades de un tercero que nunca está detenido en un punto específico. En otras series, Ruff muestra ser un artista conceptual, y es en ese nivel que las fotografías se abren paso: tanto como una pregunta lanzada a las carencias estéticas de la pornografía, a un percepto que cojea porque originalmente no partió del devenir-línea en la producción de la imagen. Mediante replantear la pregunta hecha a la sexualidad antes de ser puesta en obra, Ruff se lanza a un proceso que llevará a la imagen pornográfica de vuelta a su capacidad icónica de seducción. Es complejo referirse a la seducción; de entrada podemos decir que es lo no-pornográfico, en tanto lo pornográfico se hace sinónimo de lo obsceno, y que así las seducción pudiera definirse en esa oposición. En términos generales, lo que seduce es la acción simultánea de ausencia y presencia, una disolución de binomios en provecho de un percepto que hace resonar la disolución mediante una sensación. Nunca una deconstrucción de ambos que implicaría la reconstrucción dual, propiamente el devenir que distancia a uno de otro y que se estratifica en puntos inaprensibles pero reconocibles.

De Nudes 3: la puesta en obra de lo inestable

Thomas Ruff transmuta la firma de la imagen, el código que alguna vez le permitió ser pornográfica; la lleva de Nina Hartley y John Holmes a un acercamiento con De Kooning o Ritcher (Saltz, 2000). Desprotege a las imágenes de la permanencia de un símbolo centralmente despótico que en el original se mostraba para su reconocimiento. Así como la realización pictórica de la vanguardia transfirió el rostro en cabeza, ahora la fotografía devuelve lo figurativo del cuerpo a la Figura del bulto. Ambos registros juegan con la certeza de la representación al ubicarse en un punto intermedio entre la abstracción y la figuratividad. En este proceso Ruff se adhiere además a una deconstrucción de lo pornográfico, desproveyendo a la imagen de su segundo sentido y abriendo las posibilidades de un tercero que nunca está detenido en un punto específico. En otras series, Ruff muestra ser un artista conceptual, y es en ese nivel que las fotografías se abren paso: tanto como una pregunta lanzada a las carencias estéticas de la pornografía, a un percepto que cojea porque originalmente no partió del devenir-línea en la producción de la imagen. Mediante replantear la pregunta hecha a la sexualidad antes de ser puesta en obra, Ruff se lanza a un proceso que llevará a la imagen pornográfica de vuelta a su capacidad icónica de seducción. Es complejo referirse a la seducción; de entrada podemos decir que es lo no-pornográfico, en tanto lo pornográfico se hace sinónimo de lo obsceno, y que así las seducción pudiera definirse en esa oposición. En términos generales, lo que seduce es la acción simultánea de ausencia y presencia, una disolución de binomios en provecho de un percepto que hace resonar la disolución mediante una sensación. Nunca una deconstrucción de ambos que implicaría la reconstrucción dual, propiamente el devenir que distancia a uno de otro y que se estratifica en puntos inaprensibles pero reconocibles.

“¿El lugar más erótico de un cuerpo no está acaso allí donde la vestimenta se abre? En la perversión (que es el régimen del placer textual) no hay “zonas erógenas” (expresión por otra parte bastante inoportuna); es la intermitencia, como bien lo ha dicho el psicoanálisis, la que es erótica: la de la piel que centellea entre dos piezas (el pantalón y el pulóver), entre dos bordes (la camisa entreabierta, el guante y la manga); es el centelleo el que seduce, o mejor: la puesta en escena de una aparición-desaparición.” (Barthes, 2000: 19).



Ruff no rompe con la tradición simbólica, antes bien juega con ella. La evidencia pornográfica sigue estando ahí, y en tanto tal, también el reconocimiento simbólico. Podemos señalar que hay una pornografía deconstruida, y que en la medida en que se permite la reconstrucción de lo pornográfico se confirma la deconstrucción tanto como en la vuelta de lo gramatológico a lo oral. Una reconstrucción que sucede como el lado perspicuo de la imagen y que se consolida así en tanto simbólica. Ruff juega con la idea común del deseo en nuestros días, el modelo arquetípico que funciona así en tanto que símbolo cultural. Lo reifica desde su lugar en Internet hasta un sitio adquirido en el museo (Golberg, 2005). A pesar de todos estos juegos simbólicos, Ruff desetabiliza el principio de definición que caracteriza a la mirada estereoscópica, lo que la hace simbólica, y que ha sido transferido al universo de la imagen en las formas del punto de fuga o del foco fotográfico. Ruff hace de sus Nudes un juego entre la certeza del reconocimiento del género y la dificultad de definir lo que vemos: hace imágenes que devienen, imágenes inestables, seductoras para un ojo que viciadamente busca el orden espacial de un punto en último plano en el que convergen todas las líneas que construyen y dan sentido al espacio de una fotografía que a su vez deviene pintura. Pone en obra un principio fundamental: parafraseando a Foucault, no hay significante per se, hay una constante producción de sentido. Ruff juega en esta serie con el principio de incertidumbre característico de la seducción, y aunque sabemos que a partir de un punto que centellea, la seducción se hace simbólica, que el acto de poner en obra ya es un rasgo simbólico, aún así, Nudes navega con la afortunada bandera oximorónica de la respuesta «vean esta puesta en obra: una simbolización de lo a-simbólico», y que parte de una pregunta planteada originalmente al modelo para una puesta en obra del deseo.


Bibliografía
Barthes, Roland. (1978) 2000. El placer del texto. Trad. Nicolás Rosa. México: Siglo XXI.
Barthes, Roland. (1982) 1995. Lo obvio y lo obtuso: imágenes, gestos, voces. Trad. C Fernández Medrano. Barcelona: Paidós.
Barthes, Roland. (1994) 2002. Variaciones sobre la escritura. Trad Enrique Folch. Barcelona: Paidós.
Deleuze, Gilles. 2002. Francis Bacon: lógica de la sensación. Trad Isidro Herrera. Madrid: Arena.
Deleuze, Gilles. (2002) 2005. La isla desierta y otros textos: textos y entrevistas (1953-1974). Trad José Luis Pardo. Valencia: Pre-Textos.
Deleuze, Gilles y Felix Guattari. (1972) 1973. Antiedipo: capitalismo y esquizofrenia. Trad Francisco Monge. Barcelona: Barral.
Goldberg, Vicky. 2005. Thomas Ruff with Vicky Goldberg. En The Brooklyn Rail. http://www.brooklynrail.org/2005/06/art/thomas-ruff, consultado el 18 de mayo de 2008.
Lacan, Jaques. (1966) 2005. Escritos 1. Trad Tomás Segovia. México: Siglo XXI.
Lyotard, Jean-François. (1974) 1979. Discurso, Figura. Trad J Elias y C Hesse. Barcelona: Gustavo Gilli.
Lyotard, Jean-François. (1974) 1990. Economía libidinal. Trad Tununa Mercado. Buenos Aires: Fondo de cultura económica.
Saltz, Jerry. 2000. Ruff Trade, en Art Systems, http://www.artnet.com/magazine/features/saltz/saltz5-25-00.asp, consultado el 18 de mayo de 2008.
Saussure, Ferdinand de. (1916) 1997. Curso de lingüística general. Trad Mauro Armiño. México: Fontamara.

De Post Porn Modernist 1: Annie Sprinkle y la seduccion

“You know, you know, you’ve got to
make him express how he feels
and maybe then you’ll know your love is real.”
- Express Yourself, Madonna

Annie Sprinkle es una de las grandes referencias en la industria del sexo de los setenta. Actriz prono, desnudista y prostituta, siempre supo mantener la ilusión erótica en su imagen y su performática, usándola como vehículo para responder a la demanda propia de la industria. Ahí dentro, el problema nunca se ha definido por la calidad del servicio, ni tampoco por sus límites. Todo servidor sexual lo sabe. La oferta se establece desde los modos de ofrecimiento: la escena que anuncia el servicio y que siempre se precisa distinta. Es la estrategia de un juego de signos que se muestran, se ponen en una corporeidad que se entiende como obra incluso antes de ser sexualizada. Nunca es asunto de calcomanías, no es repetir lo que ya antes funcionó. El ofrecimiento sexual sucede por la estrategia performática que conjuga simultáneos a la muestra y el ocultamiento. La escena funciona por una superficie, por un plegamiento del territorio en el que se hacen visibles algunos cuantos atributos, un sintagma que permite un sentido determinado, monosémico, y que en la medida en la que se establece la modernidad, se hace aún más plausible. Aún así, no es la posibilidad de la contratación la que fascina al consumidor tanto como la escena montada por cualquiera de las formas de servicio sexual. La forma económica es un competencia que se abre entre ambos participantes. El demandante pone en juego su deseo más real y difícilmente vehiculado con una regla o un plan. Mientras tanto el ofertante participa con una ligera manipulación de su apariencia: la trampa es así extendida. Contraponemos por un lado al deseo, la pulsión, el placer o incluso la transgresión; por el otro a la aparentemente simple invocación escénica de signos. El triunfo está decidido desde antes de establecer la oposición: “nadie podría ser más grande que la propia seducción.” (Baudrillard, 1993: 10).

Desde la teoría, la estrategia es sumamente sencilla: “Sólo es seductor quien ya no se plantea el problema de su propio deseo […] quien está recorrido por la absolución y la resolución de su propio deseo.” (Baudrillard, 1997: 131). Como persona, el prestador de servicios se escinde de sus obsesiones: lo que se muestra es la fractura de continuidad de una subjetividad. En el juego del escondite, siempre quedará velado todo aquello que pudiese competir con un deseo, una inquietud o una fantasía: esos son siempre atributos de la demanda. La oferta se esgrime bien desde una eterna inquietud transformada en la espera, bien desde la indiferencia absoluta por la erótica. El prestador de servicios está siempre exento de una subjetividad. Es el único camino para que la escena que presenta pueda funcionar como seducción. La estrategia se manifiesta como el agenciamiento de una región, meseta o territorio hasta entonces desconocido. Si seduce quien ofrece un servicio sexual, lo hace porque renuncia a su cualidad de subjetividad: sólo en esa medida se reifica como objeto, y lo hace desde la eterna disposición en la que su calidad subjetivizante se pierde en un agujero negro creado por pliegues, y que ha quedado oculto por otros muchos pliegues. Ese es el principio de la estrategia escénica de los participantes en la industria sexual, aunque aún no lo es todo. (Baudrillard, 1993).

Para Annie Sprinkle la seducción funciona, siempre ha funcionado. Nunca se ha enfrentado al oficio sexual pretendiéndose un objeto de deseo. Esa es una posición inestable, dado que en el momento en que el demandante obtenga el servicio, el deseo desaparecerá: las condiciones del deseo como ausencia siempre están condicionadas por una realización, la búsqueda de un desenlace que siempre se promete preferible. La seducción permanecerá, continuará a pesar de faltas, consumaciones y proyecciones posteriores. Siglos después del recato performático de la prostitución cortesana y burguesa, la industria sexual forma un escenario que se extiende mediante la certeza del oficio. La prostitución se caracterizó por la distracción del ofrecimiento para garantizar la contratación, hoy la prostituta abraza la vergüenza moral por la que ha optado, y lo mismo desnudistas y actores porno (Bataille, 1997: 138-140). En la certeza que anteponen los oficios sexuales (la facilidad con la que leemos a una mujer en la oscura calle con exagerado maquillaje y desinhibido vestuario) parecería que se desvanece la seducción como ocultamiento; pero la seducción es más que eso, por eso opera desde la escena, y por eso continúa escribiéndose a pesar de que el goce sea consumado. La estrategia de seducción pervive, y lo hace porque esa renuncia de las cualidades de una subjetividad resulta lo más incitante para una subjetividad que sí se confirma. La seducción opera desde la confirmación de la existencia de un secreto que nunca puede ser mostrado, esa ha sido siempre la infalible trampa.

Un día Sprinkle decide fisurar esa escena, alterar la estrategia que antepone al secreto. Decide mostrar al mundo lo que ella ha sido antes, durante y después de su participación en la industria del sexo. Ahí aparece Post Porn Modernist, como consecuencia de su relación personal con Marco Vassi, escritor italiano que en algún momento había estado relacionado con Fluxus y el Neo Dadaísmo. Post Porn Modernist es un performance integrado por catorce momentos, todos con la intención de mostrar quién ha sido Ellen Steinberg, maquillada bajo seudónimos, enfatizada en su vida privada, delimitada en su cualidad corporal y sobretodo sensible a las formas tomadas en cada una de las modalidades. Annie Sprinkle es al final la estrella que convoca, y desde ahí funciona la acción preformativa. Annie se desdobla en ella: alisa todas las estrías que conformaron los agujeros negros en los que se escondió su subjetividad: la extiende desplegando todas las concavidades de su profundidad para hacer de si misma una planicie fácilmente explorable. Se construye un cuerpo explícito: “Cuerpo desplegado, abierto, convertido en pura superficie sin interioridad, procedimiento antibarroco, no un juego de pliegues sobre pliegues sino el despliegue del cuerpo como banda de Moebius.” (Giménez, 2007). Mediante los catorce actos Annie lleva a su público de la mano en una nómada muestra de todo lo que ella es.

Todo lo que versa en Post Porn Modernist es la ruptura de la escena seductora en busca de manifestar lo que había estado plegado, escondido durante la oferta de un servicio sexual. A pesar de esta condición general, The Bosom Ballet es una de las claras excepciones. A ritmo de Johan Strauss, Annie juega sus pechos con las manos para hacerlos tomar inusitadas posiciones. Es propiamente la danza de los pechos de Ellen Steinberg, pero durante una ejecución que realiza Annie Sprinkle: así se dota a las manos y las glándulas mamarias de una escena en la que se produce la ilusión. El conocimiento de la música del siglo XIX que Ellen pueda tener es completamente irrelevante, así como el motivo para usar guantes o cualquier otro elemento propio del vestuario en el montaje de una ópera. De hecho, es irrelevante la razón para conjuntar ambos recursos que, sabemos, no guardan ninguna relación entre ellos. Ellen permite a Annie mostrar en público el juego con su cuerpo. Para ello Annie sólo necesita elementos que contrasten con el color y textura de la piel de Ellen. Annie escribe sobre la pared blanca de un torso, traza fugazmente líneas sobre una superficie que no se inscribirá. Por eso se han mantenido las fotos de The Bosom Ballet: los trazos piden una permanencia que pueda ir más allá de la retiniana. Pero también por eso el encuadre fotográfico es tan extraño para la academia: el rostro de Ellen es aquí irrelevante, dado que la significación del fragmento se escribe por la rostridad que producen las líneas de dos antebrazos sobre la pared blanca de un torso femenino. Los plegamientos logrados por esa asociación redundarán en la puesta en escena de un territorio que oculta todo sentido. Una planicie radicalmente estriada para esconder los agujeros negros de una subjetividad que se oculta en el fondo de los pliegues. Es un momento en que Annie Sprinkle se expone, y es correlativo al escondite de Ellen Steinberg.



Como cualquier producto cultural, The Bosom Ballet puede ser revisado en otras vertientes. Lo que ante todo se manifiesta es la gran dimensión de las glándulas mamarias de un cuerpo, y desde ahí podría trazarse una línea que transfiera el proceso alimentario de la madre desde el momento en que lo reconocimos hasta ahora que está ausente. Algunas academias encuentran ahí al deseo. Esa chispa por el placer perdido funciona desde el ideal de su recuperación. En ese evento que se entiende posterior se garantiza la consumación del deseo mediante el placer. En este sentido, al placer se le idealiza por encima de todas las experiencias de la subjetividad, y entonces la promesa es que ese futuro será mejor. Pocas disciplinas transfieren tan fielmente el paradigma del progreso moderno en su temporalidad. Y esto ya es decir mucho, porque esa certeza por un futuro donde la ausencia se realiza está íntimamente relacionada con la promesa judeocristiana de la parusía: el regreso del Mesías para reconocer a los suyos y llevarlos en su compañía, de vuelta al paraíso. Grave herencia de una Edad Media influenciada por el clero. Mientras tanto, las alternativas son dos: un deseo que parte desde una corporalidad sin superficie de inscripción, o bien, una reacción que obedece al reconocimiento de un secreto que se oculta y en tanto se hace seductor.

De Post Porn Modernist 2: Annie Sprinkle y la obscenidad

“Yo estaba sentada junto a un «viejo verde» armado con una cámara fotográfica. Sprinkle se fijó en él al salir al escenario, se abrió de piernas y lo invitó amablemente a que se acercara; él se negó. Al darle alegremente permiso, Sprinkle desinfló con destreza la picardía del espectáculo.” (Kauffman, 2000: 85).

Esta anécdota nos plantea efusivamente el problema de la mirada pornográfica. Los modos de abordaje pueden ser distintos, pero la pregunta sigue versando sobre la generación de un impulso por ver más de lo que la escena ofrece. Mientras The Bosom Ballet recupera el principio de la ilusión en que un cuerpo se muestra para el sexo servicio, tenemos también la gran mayoría de los fragmentos de Post Porn Modernist. Ellen/Annie y Annie/Anya son los mejores motivos de representación para convertir una escena en otra. Independientemente de una renuncia a determinada subjetividad, en ambos momentos se acotan los motivos que opacan al devenir mediante la transformación. Son dos fragmentos en los que la acción completa, con su accionista y su público, su espacio y su momento, sus objetos escénicos y sus diálogos se asumen como “el salón de la transformación”, título de otro fragmento en el que Ellen describe la vida real de algunas compañeras de la industria sexual, develando lo que ellas son una vez que se desvanecen los artificios de la seducción. Post Porn Modernist no se trata sólo de evidenciar los modos y motivos de las personalidades reales o artificiales de Ellen Steinberg, también incluye como motivo el propio ejercicio de la sexualidad en todas sus facetas, tanto los múltiples rostros de sus amigas como la propia historia, otrora oculta, de la estrella de la acción. En Pornstistics, Annie Sprinkle muestra la estadística de su vida sexual, tazada en los motivos de sus encuentros, sus parejas sexuales, los metros de pene alojados en su cuerpo, ingresos financieros y litros de semen ingerido. Esta es probablemente una de las más eficaces formas para romper con la ilusión, es todo lo que no necesitamos saber de una figura seductora justo para mantener el juego. Acto seguido, Ellen muestra la abrumación experimentada durante 100 Blow Jobs en su forma más literal. En este fragmento de la acción, el énfasis no está puesto en la conveniencia de una cámara ante determinado despliegue histriónico, menos en una efectividad de placer del otro. Lo que se evidencia mediante las cien felaciones es la transformación de un artificio propio de la industria sexual a la experiencia del prestador del servicio: paulatinamente, Ellen se manifiesta a través de la acción de Annie. La puesta en escena que Annie practica es lo que producirá ciertos efectos en el espectador, es propiamente la puesta en obra de una acción sexual en ciertos términos genitales. Se ha escrito mucho de la trascendencia de la felación dentro del código pornográfico, como de las implicaciones simbólicas que penden del hilo de la afección depositada en el histrionismo de los participantes en la acción. Podemos pensar en todas esas cartografías al momento de enfrentarnos con una pieza que se componga por ese mismo motivo. Pero lo que Annie Sprinkle pone ahora en escena no es sólo eso, la acción de la felación se acompaña por el desdoblamiento de los pliegues de la subjetividad. Aquello oculto en la seducción, plegado en estrías para mantenerse como secreto, es develado en este momento. Aquí sí es puesta en manifiesto lo que sucede con la mujer generalmente habituada a seducir, y correlativamente a este énfasis del accionista que se abruma, se obliga, se cansa y se pronuncia, la estrategia seductora se desvanece. “Sólo el objeto es seductor.” (Baudrillard, 1997: 130). Y con la reproducción sonora de todo lo que sucede en la cabeza de Ellen, no podemos recibir el trabajo de Annie en la forma en la que estamos acostumbrados.

Algunas academias verán en esta aportación sonora el pronunciamiento de un grupo social a través del propio código pornográfico; lo que en esta perspectiva salta a la luz es la discursividad de una subjetividad que generalmente permanece callada en la producción del género. Ese pronunciamiento es el más evidente en Post Porn Modernist. Durante la acción, lo estriado se alisa, lo plegado se extiende, y la anfitriona invita amablemente a conocer aquellas aristas que durante tanto tiempo fueron ocultadas en la estrategia de la seducción. Seguro que la razón de este discurso no es la misma que la de activar un sistema de intercambio económico que sucede con su oferta, demanda, competencia y todo lo demás. Por eso Ellen Steinberg lo produce desde otra perspectiva y con otra intención: la de mostrar lo que subyace en los participantes de la industria del sexo. 100 Blow Jobs neutraliza el deseo de felación de los espectadores con todas sus ausencias de aceptación de la corporalidad abyectada y cruces entre la afección y la presencia para acercar al auditorio a una comprensión de Ellen desde la cercanía con la carta de los derechos del hombre. Evidentemente la seducción se desvanece de la misma manera: el enfrentamiento sujeto-objeto es transmutado por el sujeto frente a otro sujeto. Ante la pregunta del origen del discurso nosotros vemos lo puesto en obra; ante la apropiación femenina de un género masculino nosotros vemos la alteración de un código anquilosado. Ambas vertientes son manifiestas en Post Porn Modernist, pero se tornan más incisivas en el más conocido fragmento de la acción: A Public Cervix Announcement.

Es evidente que Ellen Steinberg, Annie Sprinkle y Anya comparten el mismo cuerpo. Es el punto de convergencia de las tres personalidades, el nodo de explosión de tres líneas a partir de una raíz pivoteante. Las estrategias de los tres personajes es la de hacer específicos usos del cuerpo para así desarrollar tres escenas distintas, lo único que siempre se mantiene constante es el plegamiento de esa común corporalidad. A Public Cervix Announcement consiste en la apertura vaginal con la ayuda de un espéculo, para mostrar el cuello uterino de Ellen, Annie o Anya, ese fragmento corporal que nunca ha mostrado ninguna de las tres. Es el mayor de todos los despliegues de una subjetividad cubierta por la planicie que esconde el fondo de sus pliegues. Es observar el agujero negro cuando se ha abierto dramáticamente, en su forma más literal. Podemos encontrar un claro símil en otras expresiones del arte de los noventa, por supuesto, en las acciones de Rocío Boliver, “la congelada de uva”. Paralelamente, en las conferencias que ofreció Orlan durante su visita a México en 2004, dejó en claro que la intención de mostrar el interior de su cuerpo durante las intervenciones quirúrgicas, develar lo que ella realmente es. Ese alisamiento es el devenir del interior corpóreo en una bidimensionalidad plana para su cartografía, y es el mismo impulso en el momento más radical de Post Porn Modernist.

En numerosas oportunidades, Annie Sprinkle nos explica la intención por mostrar un cuerpo vedado para todos, accesible sólo para la ginecología: “Como si les dijera, si lo que quiere es echar una ojeada bajo mi falda, ¿porqué no lo mira todo?” (Kauffman, 2000: 85). Y a veces llevándolo incluso mucho más allá: "Quería decirle a algunos tipos, «hey, ¿ustedes quieren ver coños? Les voy enseñar más coño del que quisieran ver en su vida»" (Giménez: 2004). Ese impulso cientificista parte del reconocimiento de un fragmento del cuerpo, en el que por supuesto, no confluye la subjetividad. El cuerpo se muestra siempre como un objeto de estudio, seductor a nuestra mirada, constantemente desafiando a esa línea que pueda explicarlo desde donde le sea posible. Lo mismo que en los motivos de una sexualidad desinhibida: al comprenderlos pareciera que se nos contara una historia en la que difícilmente encontramos a Ellen Steinberg. La grave paradoja es que esa corporalidad encierra la subjetividad de Ellen y la artificialidad de Annie, pero al mismo tiempo ninguna de las dos está completamente ahí. Acudimos despavoridos cuando Annie convoca a una muestra extrema de su herramienta de trabajo, pero el impulso por develar la genitalidad del cuerpo cancela a la propia corporalidad. La abolición de la escena por el escrutinio de uno de sus componentes implica su fisura, la rasgadura de una pantalla con la que se encuentra la mirada. “Lo peor de todo es enunciar un deseo y verlo colmado literalmente. Lo peor de todo es verse recompensado al nivel exacto de la demanda. Está pillado en la trampa por el objeto que se entrega a él como objeto literal.” (Baudrillard, 1997: 130).



Se puede impugnar que el alisamiento del territorio se interrumpe con las tres oscilaciones que presenta la acción. Que la certeza con que se define la subjetividad en momentos como Porstistics o 100 Blow Jobs no es la misma que en The Bossom Ballet o en el efecto resultante de A Public Cervix Announcement. Si nos aferramos a ese argumento será porque en el fondo hemos comprado la idea de que Ellen se ha creído demasiado su posibilidad de subjetivación, y que su devenir-hombre no ha sabido ser concretado en esta estrategia. La realidad es que esa metamorfosis mostrada por Ellen Steinberg es la mayor de las cualidades de lo femenino, la más grande muestra de que el concepto de hombre al que se apuesta mediante la certeza de la subjetividad fracasa radicalmente al momento de ser buscado desde una entidad que no le corresponde: “El feminismo pospornográfico de Annie Sprinkle no es esencialista sino metonímico, no es una ontología, es una retórica: el despliegue salvaje de una discursividad prostitulógica.” (Giménez, 2007). Esta mujer no pertenece a un territorio específico, como los seguidores que están afianzados al ser sujetos de deseo. Esta indefinición la logra y la compromete desde la oscilación entre al menos tres mesetas: la de Ellen, la de Annie y la de Anya. En este sentido, 100 Blow Jobs nos muestra la estratificación de este proceso: la línea nomádica con la que ese cuerpo oscila del territorio propio de una personalidad a otra. Como personaje seductor por excelencia, siempre puede alternar de un rol a otro, y no es un problema de histeria, capricho ni nada que pueda relacionarse con la psicología. Es un tema de escena, de signos que mediante una estrategia construyen escenas. Probablemente sea el resultado de su cualidad orgásmica. Al final del día, la pasibilidad con la que se pasea deja clara la sentencia baudrillardiana: “El goce supremo es el de la metamorfosis.” (1993: 139).

De Blow Job 3: porno a la Pop



El rostro adquiere su fuerza por ser indicador de la sensación. Es el síntoma desterritorializado por el cuerpo de intensidad que se territorializa en una imagen significante. Es índice de la afección. Pero el rostro cinematográfico, el que se significa desde el histrionismo y el encuadre, puede oscilar desde la segundidad indicial hacia cualquiera de los dos extremos. Hay cine cuando sucede en su multiplicidad codificante, cuando el código polifónico se muestra para la actuación sensible y comprensible de una audiencia. Todos los elementos del cine son componentes codificables, y ninguno se salva de ese impulso interpretativo. Desde la multiplicidad, podemos reconocer tres estratificaciones del signo, en función de la naturaleza simbólica que opera en ellas como significante. De entrada, se dibujan semiologías significantes que se distinguen por una gran carga simbólica, son recursos autorreferenciales que se calcan para que un territorio sea delimitado; el lenguaje hablado, por ejemplo. Al mismo tiempo se muestran elementos hasta entonces neutros, propios de una semiótica pre-significante, como las figuras del encuadre o algunas acciones de los personajes. Y por supuesto, ambas coexisten con códigos factibles de un reconocimiento simbólico sólo por estar registrados en el film, aunque incluso puedan carecer de sentido al interior de la narrativa presentada. Son semióticas a-significantes cuando poseen esta cualidad a-simbólica: son líneas de intensidad que se fugan del territorio delimitado por un código, como los efectos sonoros o el grano de la película. (Guattari, 1973: 89-91)

El close up es una sustracción de coordenadas espaciales, es el acercamiento sobre el rostro que correlativamente nos aleja de la percepción del espacio. El cine tiene como principio que el espacio no establecido visualmente es espacio inexistente, puede contextualizarse atmosféricamente mediante la banda sonora, pero una vez perdido el punto de fuga central o lateral, el espacio desaparece. Esta es la consecuencia general de este encuadre del cuerpo: la evanescencia de tiempo y espacio, por que como conciencia cinematográfica por excelencia, la cámara lo ha dejado fuera de su visión, aunque sabemos también que esta regla, como todas, nunca es absoluta. Blow Job es un ejemplo. Warhol se lanza en una contextualización callejera mediante una iluminación que nos remite al alumbrado público, y un fondo en el que se distingue la barda exterior. Es llamativa la distancia con los otros retratos warholianos: al menos en las serigrafías, apreciamos personajes totalmente sustraídos de una espacialidad determinada. En el film distinguimos fácilmente que el hombre está recargado en una pared que, siguiendo la lógica plástica del autor, transmuta el vacío por la presencia y cambia lo liso por ladrillos. Condicionante de la emulsión, el gris es atravesado por líneas blancas; pudo ser plano como en Marilyn Monroe, o desviado de su unidad cromática con las tintas serigráficas usadas en Mick Jagger, pero no es así: ahora opta por la fidelidad fotográfica plasmada en un fondo figurativo. Paralelamente, la clausividad fiel en el rojo de Liz Taylor o rota en Elvis por las condiciones de impresión, se estría en la textura de ladrillos unidos por concreto: se retrata la textura exterior de un muro. Warhol ha pasado de la pared blanca a una superficie surcada, y de un liso perfecto a innumerables agujeros negros con los que se salpica el fondo. Lo mismo hará con el rostro.

Balazs nos mostró que el rostro siempre es interpretado desde el signo o la subjetividad. Ahora bien, toda producción significante necesita de una pared blanca donde inscribirse y toda subjetividad hace notorios sus agujeros negros, entradas y salidas de una profundidad develada mediante su superficie. Estos agujeros no son otra cosa que pliegues elaborados en estrías de una superficie que se muestra, y que siempre son correlativos de una pared blanca (Deleuze y Guattari, 2002:173-196). El rostro es el lienzo del actor, la pared blanca donde trazará las líneas que harán legible una sensación. Lo mismo para la cámara: una pared blanca que se extiende como planicie, meseta que sólo mediante la concavidad del hoyo negro puede invitar al viaje que conectará con otra meseta. Podemos observar como los modelos de la actuación cinematográfica han hecho una repetición imparable de esa pared blanca, calcomanía de escrituras añejas que en mórbida sucesión estrían y perforan un lienzo que se cierra sobre sí mismo. Ninguna salida en el rostro de Jenna Jameson fuera de la circunscripción de una cabeza, ninguna línea que fugue el simulacro de sensación hacia otra meseta. “Estamos ante un rostro reflexivo o reflejante cuando los rasgos permanecen agrupados bajo la dominación de un pensamiento fijo o terrible, pero inmutable y sin devenir, en cierto modo eterno.” (Deleuze, 1984: 134). Eso es lo que ha hecho la pornografía de la afección vuelta imagen, un modelo cercano a la terceridad peirciana que poco tiene que ver con una fuga de la sensación y en cambio mucho con un paradigmático elemento genérico.

Esto no es lo que vemos en Blow Job. En su analogía entre el fondo y la figura, el film explora ambas condiciones: ya ha plegado el fondo, ahora pide a su actor que haga pliegues en la piel de su cabeza. Se sirve de la luz casi cenital para con las sombras ahondar en el agujero negro de la nariz y los ojos, expandiéndolo en sus bordes y taladrándolo en su profundidad. Usa las cejas para estriar constantemente la frente, surcando la pared blanca con líneas que por la posición siempre nos trasladan fuera de los límites de la cabeza. Incluye al cigarro como coprotagonista de la escena, las líneas del gesto se reordenan manteniendo las viejas salidas al mismo tiempo que crea nuevas. En esta reescritura del rostro, a través de muy discretos gestos y cambios en la posición que dan vida a la cabeza del anónimo personaje, es posible inferir las leves convulsiones del cuerpo del actor, dejando a la obra dentro de la tradición del retrato, pero también entregándola al texto pornográfico (Crimp, 1996: 114). Ese guiño del cuerpo mediante la gestualidad, devuelve el rostro al cuerpo, lo reterritorializa en términos de la puesta en obra de una acción sexual corporal. Si el rostro fue la ruptura orgánica de un cuerpo que se proclama completo por su disposición a las intensidades, los breves esbozos vistos por Crimp son el fenómeno de reversibilidad que lo devuelven a su desorganización. Así es como el encuadre del rostro que concebimos reflejante rompe con la terrible calcomanía, trascendiendo los límites encuadrados mediante el close up y reestableciendo la integridad corpórea.

Cuando el anónimo actor de Blow Job mueve su cabeza, lo hace girándola sobre un mismo eje vertical, desviándola para mostrar nuevas partes que se endurecen o emblandecen sólo con el efecto de la luz. Cada desvío es un movimiento motor del deseo, cada giro un movimiento reflejante de admiración. Los giros son relativos a los agujeros negros, son nuevas perspectivas para indagar en la subjetividad. Los desvíos lo son a la pared blanca: nuevos trazos que seducen a nuevas producciones significantes. Las preguntas habituales que le hacemos a un rostro siempre son «¿qué sientes?» o «¿en qué piensas?», y en Blow Job la intriga se hace más grande porque cuando creemos haber comenzado un camino para responderlas, sencillamente se desvanecen en un movimiento del actor o un corte de la película que junta un rollo con otro, continuo escape de toda certeza subjetiva o significante, correlativa consolidación de las líneas de fuga y de intensidad. “Nos hayamos ante un rostro intensivo cada vez que los rasgos se escapan del contorno, se ponen a trabajar por su cuenta y forman una serie autónoma que tiende hacia un límite o franquea un umbral” (Deleuze, 1984: 134).

Warhol aporta una posibilidad del cuerpo sexual rostrificado mediante la intensidad, tal vez inaugura una práctica discursiva, pero definitivamente se acerca a la primeridad peirciana en cuanto a la producción significante por medio de sensaciones que se fugan del cuerpo. Para Warhol, el sexo siempre estuvo enmarcado por una cualidad abstracta que puede entenderse como el principio nodal de una producción basada en la posibilidad; pero su coleccionismo de arte pornográfico le mostró que en términos generales el sexo se comprende como algo concreto, probablemente por la reacción corporal que produce (Grundmann, 1993: 83). Por antonomasia, el rostro se comprende como índice, y por tanto se inscribe como segundidad. Pero el rostro nunca es uno, son variables sus componentes y lecturas. Giros, líneas y agujeros; superficies lisas o estriadas; pliegues que se escriben diferentes en cada caso y que deben su multiplicidad a la posibilidad de producción que supone la intensidad. Este trazo perdido en medio de tanta predeterminación, aleja a la pieza de las preguntas sobre el aburrimiento narrativo y la certeza pornográfica, mostrándonos una puerta a la posibilidad de ver de una manera distinta (Crimp, 1996: 114). Como la voz, el close up de Warhol ha escapado de la indicialidad por comenzar la práctica discursiva, hace sinsigno al materializar una primera posibilidad mediante la tensión entre la certeza sexual de la pornografía y la abstracción de la rostridad. El juego que propone Grundmann entre abstracción y figuratividad como hipótesis del trabajo warholiano, que a nuestro parecer se acerca demasiado a los principios de la arbitrariedad del signo visual (1993: 8), se desplaza desterritorializante hacia el campo de la semiología, traza una oscilación del sentido que sucede entre la polisemia y la asemia, y que será la línea característica de los juegos textuales de la post-pornografía. Lamentablemente, no todos tienen la suerte de surcar un territorio virgen.


Bibliografía
Barthes, Roland. (1982) 1995. Lo obvio y lo obtuso: imágenes, gestos, voces. Trad. C Fernández Medrano. Barcelona: Paidós.
Baudrillard, Jean. 2005. The Conspiracy of Art. Trad. Ames Hodges. Nueva York: Semiotext(e).
Baudrillard, Jean. (1995) 1997. El crimen perfecto. Trad. Joaquim Jordà. Barcelona: Anagrama.
Crimp, Douglas. 1993. “Face Value”. En About Face: Andy Warhol’s Portraits, ed Nicholas Baume. Cambribge: MIT Press. 110-125.
Deleuze, Gilles. (1969) 2005. Lógica del sentido. Trad Miguel Morey. Barcelona: Paidós.
Deleuze, Gilles. (1983) 1984. La imagen-movimiento: estudios sobre cine 1. Trad Joaquim Jordà. Barcelona: Paidós.
Deleuze, Gilles y Felix Guattari. (1980) 2002. Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia. Trad José Vazquez Pérez. Valencia: Pre-Textos.
Foucault, Michel. (1970) 1999. Theatrum Philosophicum. Trad. Francisco Monge. Barcelona: Anagrama.
Grundmann, Roy. 1993. Andy Warhol’s Blowjob. Philadelphia: Temple University Press.
Guattari, Felix. (1973) 1998. “Más allá del significante”. En Erotismo y destrucción. Ed. Vittorio Boarini. Trad. Augusto M Torres. Madrid: Fundamentos.
Osterweil, Ava. 2005. “Andy Warhol’s Blow Job: Toward the Recognition of a Pornografic Avant-Garde”. En Porn Studies. Ed. Linda Williams. Durham: Duke University Press. 431-460.

De Blow Job 2: codificaciones del cine porno



Todavía estamos lejos de Blow Job. Ahora podemos regresar a él desde una posición más segura. “El objeto, para el Pop Art, no es sino el resultado de una resta: todo lo que queda de una lata de conserva cuando, mentalmente, ya la hemos amputado de todos sus temas y de todos usos posibles” (Barthes, 1995: 206). La felación es una acción simbolizada por su sensación. La sustracción que el Pop reclama ya ha sido realizada por toda la puesta en obra de la pornografía (en este sentido podría decirse que todo el porno es Pop). Eso es de lo que ningún proceso de iconización o significación escapa. La pipa deja de serlo porque ahora es un conjunto de empastes de pintura sobre tela, y vuelve a ausentarse para ser grafos que entendemos como gramatológicos. Eso es lo más evidente, la sensación nunca está en la puesta en obra porque se mantiene en lo real, no en los procesos semiurgicos. Paralelamente, la felación pasa a la simulación pornográfica mediante su documentación. Además de la sensación, en Bolw Job se sustrae la certeza pornográfica. El film no desimboliza a la tradición del arte con el espacio que le concede el museo o la universidad a una felación, como tantas piezas de la Vanguardia, tampoco evidencia el valor que la estupidez le confiere a una acción buco-genital, como Foucault lo asegura de los accidentes. Blow Job desimboliza a la propia pornografía, apartándola paralelamente de su certeza y del frenesí de visibilidad.

En una revisión del tipo al que la pornografía nos ha acostumbrado, la película se torna aburrida. “Para el pop lo importante es que las cosas estén «acabadas» (delimitadas, nada de evanescencias), pero no es importante darles fin, dar a la obra la organización interna de un destino (nacimiento, vida, muerte)” (Barthes, 1995: 205). Esa organización interna ve su rechazo en la repetición de tantos lienzos de Warhol, pero también abarca los sofisticados desarrollos que la estructura dramática ha observado, y como tal, es el propio cine quien protagoniza este rechazo. La cinematografía y su academia mantienen su tradición de análisis en la narrativa que puede encontrar en un film, aventurándose con estos recursos incluso en la reflexión del género pornográfico. Irónicamente, hoy son contados los films porno que intentan una diégesis al interior de si mismos, y en el último de los casos, el valor que pueden alcanzar como parte del género nunca está basado en esa historia presentada. Con todo lo experimental o vanguardista que la aportación warholiana pueda parecer dentro del género, la cinta mantiene esta característica. Blow Job es uno de los 500 films producidos en Factory en los que sólo observamos el close up de un personaje, como reducido a un retrato (Grundmann, 1993: 6). Aunque en su mayoría estos trabajos constituyen estudios y sólo algunos se desprendieron hasta lograr su autonomía, la sustracción de la acción y el irrelevante fin de la obra son dos elementos que convergen en una línea que notoriamente apuesta hacia un único camino, el abierto mediante el close up.

Osterweil entrega su interpretación a la línea trazada por Balazs para pensar el llamado encuadre por excelencia de la subjetividad. En esa línea las derivas son sencillas: el rostro será el vehículo cinematográfico para hacer visibles las afecciones dramáticas del personaje, mismos que de otro modo sería imposible presentar. Es la puerta para escudriñar la interioridad psicológica, y el close up es el picaporte que nos garantiza el acceso. Así el rostro hecho close up es una inquebrantable confesión del interior del sujeto que de otra manera sería inaccesible mediante herramientas como el lenguaje: en el close up, el rostro se yergue como evidencia incuestionable de un interior que lo produce. En el gesto captado por la cámara se muestra la gesticulación, pequeñas convulsiones que se alejan del registro lingüístico, al mismo tiempo que develan toda careta tras la que se pudiera esconder la subjetividad (2004: 445-446). Es sencillo establecer con la breve mención de este aparato conceptual, que el gesto de Blow Job revela el placer referido en el título, aunque en el problema que abre este encuadre haya mucha más tradición metodológica.

Deleuze comienza su reflexión sobre el afecto hecho imagen muy cerca de Balazs: “La imagen-afección no es otra cosa que el primer plano, y el primer plano no es otra cosa que el rostro” (1984: 131). El privilegio que da el cine al close up es equivalente al que la narrativa da a la subjetividad de sus personajes. En este sentido, el rostro no se integra sólo los pliegues, ni en la composición de una zona parcial de la cabeza, ni en el ceño del gesto. El rostro es la acción orgánica de la subjetividad que fragmenta al cuerpo para hacer patente la afección que lo subjetiviza. Es un cuerpo que siente, que piensa, que aprende; y que se desterritorializa por el rostro manifestando su sentimiento, su pensamiento y su aprendizaje en forma de pliegues significables. El cuerpo es el dispositivo donde las intensidades son transmutadas en sensaciones, de ahí su comprensión como unidad. El cuerpo es uno porque sólo en un cuerpo completo se viven los afectos que se pueden experimentar: el dolor y la euforia, el calor y la angustia, el mareo y la fatiga. Por eso no se debe fragmentar, por eso se opone al orden que el organismo le impone. Cuando el cuerpo se organiza, cuando se hace organismo, la sensación es desterritorializada, y suprimida por otras cosas. Mucho puede decir la interpretación después de fragmentar al cuerpo, pero lo hará desde la subjetividad y la significancia, y siempre que se comprenda esta transformación de los órganos sin cuerpo como evidencia de una sensación: la intensidad que en su desterritorialización hace profundidad y signo mediante el rostro que se pliega en cualquiera de los fragmentos que se obtuvieron del cuerpo. No sólo la cabeza, todo actor sabe que cualquier parte del cuerpo es susceptible de desterritorializar la intensidad. En este sentido al cuerpo fragmentado le corresponde ser un condensador de intensidades, correlativamente el rostro jugará las veces de superficie de sentido que idealmente permitirán el acceso interpretativo a la intensidad (Deleuze y Guattari, 2002:173-196).

“En primer lugar, las intensidades-acontecimientos corresponden a series heterogéneas que se organizan en un sistema ni estable ni inestable, sino «metaestable», provisto de una energía potencial en la que se distribuyen las diferencias entre series. (La energía potencial es la del acontecimiento puro, mientras que las formas de actualización corresponden a las efectuaciones del acontecimiento). En segundo lugar, las singularidades poseen un proceso de auto-unificación, siempre móvil y desplazado en la medida en que un elemento paradójico recorre y hace resonar las series, envolviendo los puntos singulares correspondientes en un mismo punto aleatorio y todas las emisiones, todas las tiradas, en un mismo tirar. En tercer lugar, las singularidades o potenciales aparecen en la superficie. Todo ocurre en la superficie, en un cristal que no se desarrolla sino por los bordes.” (Deleuze, 2005: 136-137).

El rostro adquiere su fuerza por ser indicador de la sensación. En el plano deleuziano, es el síntoma que se desterritorializa del cuerpo como espacio de intensidad para territorializarse en una imagen significante. Es índice de la afección. Este es uno de los recursos mediante los cuales la pornografía apuesta por la representación del orgasmo femenino. Toda actriz porno debe saber cómo inclinar la cabeza, cerrar los ojos con la fuerza necesaria para alcanzar a fruncir el ceño y mantener los labios entreabiertos mientras tanto. Es irónico que haya sido la pornografía quien rescatara el gesto propuesto por Bernini en su conocida Transverberación de Santa Teresa hace tanto tiempo; que los códigos de la arcaica religiosidad representativa del barroco estén tan cerca de lo que hoy significamos como placer sexual. La colaboración del italiano es paradigma representacional del gesto orgásmico, y se ha adoptado por las formas porno en modo de calcomanía o bien en pequeñas variaciones que permiten abrir el modelo discursivo, cartografiarlo mediante las diversas directrices que conforman lo paradigmático, poniendo en escena todas esas posibilidades que construyen sentidos diversos arboreciéndose connotativamente en torno a un significado central, por supuesto, el de un goce sexual. Y el paradigma sigue funcionando. Puede derivar en poses que esbocen sonrisas, gritos, en las que los ojos estén entreabiertos, o incluso cancelados por cintas, antifaces, gafas… Este gesto ha sido abiertamente usado en los momentos en que la actriz se dispone a recibir los chorrros de semen que confirman el goce masculino, en esta sincronía se pretenden empatar ambos momentos orgásmicos.

El rostro funciona al interior del texto pornográfico, es la línea en la que el género se confirma como acción corporal simulada en nitrato de plata. Pero tratar de continuar en el calco de modelos de análisis utilizados previamente en una pornografía que tiene más de cuarenta años de producción legal, es alejarnos del film que ahora nos ocupa, producido cinco años antes de la legislación de materiales audiovisuales de naturaleza obscena. Probablemente hubo que esperar a las producciones de Damiano y los hermanos Mitchel para comenzar la construcción de un texto pornográfico que transitar, esa es al menos la lógica que una historicidad de la imagen pornográfica nos impondría. Pero este texto era inexistente cuando se presenta Blow Job. El film no incluye ningún rasgo que visualmente nos remita a los simbolizados en el género, probablemente a eso se deba que el film no se apegue al rostro orgásmico. Grundmann encuentra las relaciones que nosotros hemos preferido no forzar, aunque de cualquier modo explique que el gesto no es condición del texto pornográfico (1993: 34). Nosotros no lo creemos así. El rostro anónimo de Blow Job se muestra casi indiferente, ningún impulso histriónico lo perturba, parece alejado de una excitación sexual y más bien cercano a la catatonia. Aunque nuestra distancia con la deriva de Grundmann y la diferencia entre Blow Job y Deep Throat anuncie algunas de nuestras posteriores conjeturas, antes es necesaria la cartografía en otras dimensiones y con otros instrumentos.

Del paisaje sonoro 3: el paisaje sonoro sexual

En esta distinción molar, la delimitación espacial de lo privado también actúa, y no sólo desde sus muros sonoros. Independientemente de las consideraciones generales, la respuesta que aquí se persigue es la que engloba las condiciones de un paisaje sonoro sexual, o al menos, las características de la acción sexual que acontece en un espacio determinado y su valoración como registro en los términos del paisaje sonoro.

Las condiciones generales del paisaje sonoro como registro del espacio antropológico, resuenan constantemente en lo que se antoja como el problema de un paisaje sonoro sexual. Una de las más comunes fantasías sexuales versa en torno de la acción en lugares públicos. Por el riesgo de ser sorprendidos, por la trasgresión a la ley, por un impulso exhibicionista o por qué sé yo. Los distintos medios narrativos han recogido y plasmado abiertamente esta posibilidad de la sexualidad. Muy a pesar de ser una de las más sencillas fantasías por realizar, la generalidad de la sexualidad se vive en el resguardo del espacio privado. La alcoba, las salas de proyección en las tiendas de videos, la habitación del hotel de paso, la recámara del burdel, el privado del club de strip-tease son sitios que adquieren el carácter de temporales espacios privados mientras ciertas sexualidades suceden. La diferencia sonora es evidente: tanto los privados de las tiendas de video como los usados por stripers son inundados por una multiplicidad de sonidos provenientes de las bocinas de televisores y/o reproductores musicales, el barullo que pueda suceder fuera de los pequeños cubículos y evidentemente la interacción de quienes los ocupan. En estos espacios, el paisaje sonoro puede ser descrito, registrado, analizado y todas las otras cosas que Schafer nos propone. A pesar de la privacidad visual, el contexto nos impone la invasión de índices que develan un sitio construido por materiales blandos dentro de un espacio que se caracteriza por una carencia de historia que inhibe intercambios relacionales y que por tanto no confirma identidad alguna. A pesar de comodidades como el televisor o el radio que ofrecen los hoteles de paso, a pesar de la música que se procura en las recámaras de los burdeles, el silencio que acerca estos espacios a la habitación personal parece ser siempre una condicionante. La alta fidelidad acontece mediante la aplicación acústica de las delimitaciones arquitectónicas. Muchos son los sonidos que pueden circundar la alcoba personal, aunque se espera que mantenga cierto aislamiento sonoro del exterior para que realmente adquiera el carácter privado en su sentido acústico. De ahí que la primera creación de muros sonoros suceda dentro de la arquitectura planeada para las grandes ciudades, en donde es necesario aislar un espacio del inagotable rumor urbano, y cuando este rumor logra aislarse de todo evento sonoro exterior, ¿desaparece el paisaje sonoro? Murray Schafer nos diría que no, aún dejando esta posibilidad esté ausente su libro, y aunque no lo esté en prácticas que por alguna razón se piensan alejadas del World Soundscape Project, aunque se comparten con la tradición cinematográfica.

En locaciones exteriores es sencillo recorrer mesetas que se materializan en su audibilidad; al irrumpir en lo privado, al cartografiar esas mesetas también es sencillo notar la diferencia audible, distinguirla en un único sonido, la propia tonalidad de la habitación. En ese nivel, la descomposición de la multiplicidad sonora es perceptualmente imposible. Las líneas independientes convergen en una sumatoria que se manifiesta al oído como independiente de todas ellas. La molécula funciona por sí misma, con los mismos principios del paisaje sonoro pero limitando la naturaleza indicial del sonido entendido como evento: la tonalidad por si misma, eso es un Room Tone. Aunque valioso, observa muchos y grandes problemas en su apreciación. En psicoacústica se reconoce el cocktail party effect, esa cualidad del cerebro por seleccionar lo que quiere escuchar, así, estamos acostumbrados a ignorar la tonalidad, incluso en el proceso verbocentrista que ha adquirido la música pop; si hasta en esas formas de la escucha se pierde ese fondo, poco podemos esperar del impacto del Room Tone en la vida cotidiana. Tal vez de ahí parta su ignorancia, su olvido entre las disciplinas sonoras que parten del registro en estudio. La lista de films que han recurrido al principio de la regrabación es inconcebible, además creciente día a día, llenando los espacios sin sonidos sincrónicos con música o ambientes creados en estudio mediante la mezcla de sonidos pregrabados o construidos electrónicamente. Buena parte de la lista se conforma por prácticamente todas las películas producidas dentro del Porno Chic. Paralelamente, el cine nos ha demostrado el valor del Room Tone: siempre podemos ignorarlo, pero si hace falta en una toma, por más breve que esta sea, distinguiremos la ausencia y de inmediato protestaremos por ella. Aparentemente irreconocible, pero sólo en esa apariencia.

En el caso de un paisaje sonoro sexual, lo que se destaca como sonido en primer término es la propia voz, hermanándolo con muchas otras formas de representación. Al haber trasladado en concepto al paisaje sonoro del espacio público al privado, valorando al Room Tone como el recinto hecho sonido, apremia la inquietud por escuchar ese espacio a través de la voz: que el espacio hecho paisaje se patente en todos sus componentes. Sabemos de antemano que todo sonido será alterado por el color del propio recinto, es decir, por las reflexiones que inevitablemente sucederán en una espacio tan poco diseñado acústicamente como la mayoría de las alcobas. De la misma manera que el paisaje sonoro del exterior se transforma al atravesar los muros que separan lo público de lo privado, los sonidos producidos ahí dentro se transformarán al interior del recinto y hacia fuera de él. En el caso de un sonido de índole sexual que se proyecta hacia el exterior de un espacio determinado, las herramientas dadas por el World Soundscape Proyect son limitadas. En lo que refiere al interior de la habitación, podemos señalar la dirección que sigue el sonido al desprenderse de su fuente, tanto como las múltiples trayectorias tras la reflexión; podemos calcular la pérdida de intensidad y armónicos por la absorción en las superficies más o menos reflejantes; podemos describir lo que sale de la habitación por la refracción, podemos incluso distinguir entre sonido directo y reverberación (para beneplácito de Murray Schafer). Pero el sonido y sus efectos no están ahí. El umbral temporal diferencial nos impide la diferenciación entre reverberación y sonido directo, las características anatómicas de la membrana timpánica entorpecen la descomposición del sonido en su estructura armónica. La amplia crítica que hace la estética acústica a la ciencia sonora evidencia su trabajo con ondas (como fenómenos físicos), y así también el olvido de la percepción (como elemento estético).

Esta transformación es precisamente la que alude el niño mediante el ritornelo. Cuando se encuentra en un espacio oscuro y desconocido, los niños generalmente cantan coplas, reorganizándolas aleatoriamente y obviamente sin ningún cuidado en la entonación. En el trabajo de Deleuze y Guattari, el ritornelo sirve como ejemplo del eterno retorno y correlativamente para dialogar con la academia musical. Evidentemente las diferencias que el niño reescriba en la música que entona harán algo siempre distinto de lo que retorna, y la entonación atemperada les abrirá el camino para recorrer una crítica musical (2002: 298-358). Reservándonos ambas vertientes para acotaciones posteriores, lo aquí queremos resaltar es que el niño emplea su propia voz para territorializar, gesto que necesariamente comienza con el reconocimiento del espacio. No es que un niño pueda calcular la distancia exacta a la que se encuentra un muro según las alteraciones que tiene su propia voz de acuerdo a la reflexión, su anatomía y funciones cerebrales se lo impiden tanto como a nosotros. Frente a la ceguera, el niño se relaciona con el espacio por la audición de su propia voz transformada, pero sí por el cálculo no aritmético que su escucha le otorga. Popularmente se dice que el equilibrio se encuentra en los huesos del oído, la realidad es que depende de nuestra relación con el espacio; el problema de los pacientes de otología para equilibrarse no se debe a una descompensación de algún órgano que compense su peso en el espacio, en el último de los casos esa es un operación que realiza el cerebro, pero necesita de varios estímulos para realizarlo, uno de los más importantes será el estímulo sonoro. Si bien es cierto que los animales se relacionan con el espacio por el olfato y los seres humanos por la vista, también lo es que en ambos casos sucede la escucha como el primer medio para aprehender psíquicamente el espacio (Barthes, 1995: 244).

El registro de todas esas alteraciones físicas como componentes del sonido en el espacio privado donde se produce es algo que la música, la radio, o cualquier disciplina sonora no puede capturar, es capacidad que se ha circunscrito exclusivamente en la técnica y la exigencia cinematográfica. Lamentablemente, muchos son los grandes directores que optan por la regrabación de lo producido en locación, sacrificando la sonoridad del espacio por tener una preocupación menos a la hora de filmar, construyendo una estética que poco versa en la apreciación sonora y que se abre de capa para líneas como la actuación, la imagen o la narrativa. A pesar del olvido de algunos, son estas condiciones del sonido original, in situ, los componentes que dan lugar al color del recinto, los que deben ser revalorados como eventos sonoros, y así repensar al paisaje sonoro: amplificar su concepto desde el reconocimiento de sonidos que construyen un ambiente hasta el límite de las condiciones físicas que lo alteran para desterritorializar la voz producida y así construir la voz que llega hasta el oído. Con este principio se nos puede acusar de muchas cosas, independientemente de una evidente apología del registro en locación, la más peligrosa es la de proponer que se haga el mundo del recinto en la grabación, con todos los principios de certeza que hasta aquí hemos intentado discutir. Lo que ahora apremia es que en términos de Schafer, la voz sexual se define como huella sonora, en el mismo sentido en que cualquier escucha puede determinar una causalidad, y aunque aquí aboguemos por hacer el espacio en cada evento sonoro registrado, la propia condición de verosimilitud cinematográfica o de certeza en la escucha, nos traslada a nuevas mesetas que invitan a su recorrido. Esta línea interpretativa es competencia del escenario construido por la convergencia entre semiótica y semiología, por eso nos retraemos frente a la pregunta de una hermenéutica de la facticidad, apegándonos a una revisión consecuente de acuerdo con la propuesta del World Soundscape Proyect.

Bibliografía
Barthes, Roland. (1982) 1995. Lo obvio y lo obtuso: imágenes, gestos, voces. Trad. C Fernández Medrano. Barcelona: Paidós.
Cage, John. (1961) 1973. Silence: Lectures and Writings. Middletown: Waseleyan University Press.
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Deleuze, Gilles y Felix Guattari. (1972) 1973. Antiedipo: capitalismo y esquizofrenia. Trad Francisco Monge. Barcelona: Barral.
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Deleuze, Gilles y Claire Pernet. (1977) 1997. Diálogos. Trad José Vazquez Pérez. Barcelona: Pre-Textos.
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Schafer, Murray. 2003. “Open Ears”. En The Auditory Culture Reader. Ed L Back y M Bull. Oxford: Berg. 25-39.
Schafer, Murray. (1977) 1994. The Soundscape: Our Sonic Enviroment and the Tuning of the World. Vermont: Destiny.
Zwerin, Michael. 1970. “A Lethal Measurement”. En John Cage. Ed Richard Kostelanetz. New York: Praeger. 151-179.

Del paisaje sonoro 2: trabajar el ambiente sonoro

Aunque prematuro, podemos desde ahora acotar que con respecto a las herramientas del modelo de análisis que propone el paisaje sonoro, Chion ha escrito lo suficiente, problematizando la distinción de un sonido en primer plano dada la descripción de un poema de Victor Hugo, en el que se relata su superimposición y consecuentemente imposibilitando la apreciación y distinción de una fuente sonora que puede enmascararse o reescribirse, pero que definitivamente confunde a la escucha que pretende determinar al objeto que realiza un evento mediante el sonido que produce (1999: 29-31). Al interior de este trabajo, consideramos que la competencia de esa crítica necesita suceder con relación a otros registros, en los que el paisaje sonoro se cartografía más allá de la contemplación y de la identificación de un espacio con acontecimientos determinados, desde una postura que incluye a la producción y por supuesto, siempre surcada por la escucha.

En este sentido, la relación que resuena con mayor fuerza en lo referente a la tonalidad (aquí poco importa si es de alta o baja fidelidad), es la búsqueda musical de John Cage (Kahn, 1999: 195). Las preguntas de las que parte su búsqueda, hechas directamente a la música como disciplina de los sonidos, son muy ilustrativas: “¿Qué sonido es más musical, un camión pasando por una fábrica o un camión pasando por una escuela de música?” (Cage, 1973: 41). La respuesta es muy extensa, y se abre paso paralelamente entre sus escritos y su producción, aquí podemos acotar que el presupuesto es que lo musical incorpora a todo sonido. El compositor advierte que las propiedades del sonido temperado (duración, estructura intensidad, timbre y tono) son compartidas por todos los sonidos. En este sentido, al interior del pensamiento y la producción de Cage, se cancela la distinción de fuentes sonoras musicales, abriendo en forma autónoma las posibilidades de composición que lo ubicarán dentro de la música de Vanguardia, junto con otros grandes experimentadores de entre los que resaltan Luigi Russolo y Pierre Schaeffer, y a los que tendremos oportunidad de abordar en otra ocasión. Como amante nato del sonido, Cage se lanza en una búsqueda de aquellos sonidos que no le hablan, es decir, que no están ejecutados o reproducidos con la premeditación de ser escuchados, sino que sencillamente suceden. En medio de esta búsqueda, el compositor recuerda un recital de piano al que asiste como invitado. El recinto no estaba preparado acústicamente y como es obvio, se filtraban en su interior todos los sonidos que acontecían desde fuera, mezclándose con la ejecución de la pieza, por momentos enmascarándola y por tanto acaparando toda la atención del auditorio. Un poco en broma, refiere el cuidado con el que algún crítico se acerca al piano durante la ejecución para distinguir con mayor fidelidad lo que ahí dentro se ejecuta, y al terminar el recital se queja enfáticamente con los organizadores por la selección del recinto. Pero ese ruido en la sala, esa superposición de sonidos que simplemente son y que se imponen ante el oído, son la búsqueda de Cage, lo más representativo de lo que en sus textos, y como plataforma de su producción, el compositor califica como silencio.

“¿Qué pasa, por ejemplo, con el silencio? Es decir, ¿cómo percibe la mente este cambio? Formalmente, el silencio era el lapso de tiempo entre los sonidos, útil en una gran variedad de fines, como arreglos de buen gusto, donde separando dos sonidos o dos grupos de sonidos sus diferencias o relaciones pueden ser enfatizadas; o esa expresividad, donde los silencios en un discurso musical pueden proveer pausas o puntuación; o en arquitectura, donde la introducción o interrupción del silencio puede definir una determinada estructura o el desarrollo orgánico de otra. Cuando ninguna de estas u otras aplicaciones está presente, el silencio se vuelve algo más –no el silencio total, sino sonidos, los sonidos ambientales. La naturaleza de estos es impredecible y cambiante. Estos sonidos (que son llamados silencio sólo porque no forman parte de una intención musical) pueden ser cruciales para la existencia. El mundo es con ellos, y de hecho, nunca se libera de ellos” (Cage, 1973: 22-23).

Tanto como en su momento le decía al compositor, la física nos dice hoy que el silencio es la ausencia de toda perturbación que se comprende como sonora, y que por tanto sólo puede alcanzarse aislando un espacio de todo medio elástico, es decir, en el alto vacío. La única forma en que no exista perturbación alguna en las moléculas de un medio elástico es mediante la ausencia de este medio, dado que, en el caso de los gaseosos, por ejemplo, cualquier manifestación de energía producida dentro de él iniciará el movimiento armónico simple de las partículas; en ese tono fundamental o en sus múltiples armónicos, muy probablemente el oído tendrá algo por distinguir. El problema es que algo como el alto vacío no existe en forma natural en todo el planeta, por tanto el silencio absoluto será un imposible categórico, demostrado por todas las formas científicas. Este es el punto de partida del compositor. “El silencio es todo el sonido que no es intencional. No existe algo como silencio absoluto. De este modo, el silencio puede muy bien incluir fuertes sonidos y más en el siglo XX. El sonido de aviones, de sirenas, etcétera.” (Zwerin, 1970: 166) Todas las ramas de la práctica sonora reconocen esta variable como sonidos no deseados, y por tanto como ruido; la valoración de este ruido (que de hecho llevó al compositor a aseverar que ese murmullo era su música favorita), es lo que permitió a Cage convertirse en la autoridad en experimentación que hoy es (recordemos a Kahn, distinguiendo su propuesta como la más influyente en la estética del siglo XX –2001:160). La relación entre ambas posturas es evidente: el silencio de John Cage es la tonalidad de Murray Schafer. La divergencia viene con lo que se puede hacer tras valorar este ambiente sonoro, porque mientras el paisaje sonoro propone una definición de lo que provoca al evento sonoro, el silencio invita a una escucha reducida, conectada con una mente dispuesta a liberar al sonido de cualquier origen, valorándolo sólo como sonido.

Pese a esta similitud, las diferencias en la tradición de ambos pensadores, y por tanto el método para valorar al sonido desde su producción y apreciación, son notables; de no ser así, evidentemente compondrían una misma línea interpretativa. Schafer apuesta por la nostalgia en forma de una memoria que escucha, y que así se vale del sonido para reconstruir un escenario psíquicamente aprehendido, tal vez el materno. Aleja al auditorio de las posibilidades de resonancia en el sentido deleuziano, es decir, de una corporalidad sensible a vectores de intensidad que parten de la producción estética y que para eso se basan en otras memorias, al menos nunca en las maternas. Su intento por circunscribir lo sonoro a la posibilidad del reconocimiento, corre el gran riesgo de convertir al paisaje sonoro en una imagen visual (o de cualquier otra índole) y así castrarlo de su independencia perceptual en oídos que no cuenten con cierta disposición. Algunas academias comprenden a una imagen sonora como la producción psíquica de imágenes visuales, estribando en este atributo la más trascendente valoración de lo sonoro (Camacho, 1998). Este es un planteamiento que tiene muchísimas y muy complejas implicaciones, hoy sólo diremos que dispone del sonido para castrar su independencia como estímulo autónomo, y correlativamente deja todo en manos de una escucha sinestésica. Por su parte, Schafer propone al sonido anclado a un evento, delimitando así su autonomía, que es punto de partida para disciplinas como la música concreta y la radio experimental. Sabemos de antemano que romper con esta condición es aludir a un selecto auditorio, pero con la difusión que el World Soundscape Proyect ha alcanzado, creemos que los esfuerzos debieron haber redituado en una educación que girara en torno a la valoración del sonido desde una escucha reducida al propio sonido, y no en un anquilosamiento que perpetua lo sonoro al exotismo en que lo mantiene una cultura sostenida entre el lenguaje y la mirada. La gran ironía es que se mantiene el concepto del paisaje sonoro en una autonomía pretendida por propio derecho, y que desde ahí resulte muy compleja su aplicación en los dos campos en que definitivamente podría ejercer una influencia tanto positiva como intertextual: la dramatización radiofónica y la producción cinematográfica.

En lo personal, siempre nos hemos preguntado por la distancia entre el registro de un paisaje sonoro, -o el silencio de Cage, si se quiere- y la grabación sonora del cine en locación. La condición audiovisual establece una relación composicional en la que se orquestan los distintos elementos sonoros que diegéticamente integran la multiplicidad sonora de una secuencia en específico. La técnica cinematográfica lo llama Sync, Chion lo distingue como síncresis. En el caso de las locaciones exteriores, la relación audiovisual generalmente reclama la presencia de un paisaje sonoro que enmarca la acción, un contexto aural en el que suceden imágenes y acciones. Al parecer, la línea que separa las dos prácticas es muy delgada, tanto que probablemente se cierre a la relación audiovisual, o tal vez mediante la función de análisis que Schafer propone, y a través de ella, por las consideraciones previas que cada una establece mediante sus objetivos: mientras que en el cine el ambiente sonoro se construye para la contextualización de una contemplación representada, el World Sounscape Project lo propone para un analizar un momento registrado.

La anécdota relatada por Cage y las preguntas que a él le generó, nos lleva a una en específico, particularmente relevante en este ejercicio, ya que a pesar de seguir refiriéndose al espacio antropológico, la sala en donde tuvo lugar el recital ya es una locación interior, al menos en términos de producción cinematográfica. La pregunta se hace más aguda al pensar en aquellas tomas de sonido en interiores, pero dentro del rubro del espacio privado caracterizado por la alta fidelidad propiciada mediante los muros sonoros, lo que hubiera sido ideal para aquel crítico. En estos casos se ilustra la acción histriónica solitaria, generalmente lingüística por ser el cine verbocentrista, una pista carente de otros sonidos marcados o no por la diégesis. Incluso nos provoca la pregunta por aquellas largas tomas contemplativas de Jarmush o Von Trier en las que distinguimos el espacio interior desolado, o en algunos casos con personajes que no producen ningún diálogo o movimiento; y la pregunta se expande cuando los argumentos de producción fílmica defienden que incluso en esas tomas hay sonido, aludiendo así a la naturaleza de lo que en la industria se conoce como Room Tone, y que no es otra cosa que una toma del silencio. Si bien es cierto que al interior del World Soundscape Project la consideración del Room Tone estará dentro de una tonalidad de alta fidelidad, también lo es que la referencia de un sonido en primer plano y la huella mnémica a la que este puede aludir están completamente fuera de las secuencias que acontecen en ese silencio. Probablemente ese sea el argumento para considerarlas dentro del campo metodológico del paisaje sonoro, aunque definitivamente se mantienen muy al margen de la práctica que se pretende como funcionalidad de la propuesta. Lamentablemente, la tonalidad no es una categoría trascendente en el texto de Schafer, al menos no es comparable al énfasis con que se aborda la reflexión sobre los sonidos en primer plano. El texto deja claro que la revaloración del ambiente sonoro es para la identificación de los sonidos que lo integran, y si esta no cumple, como en el caso del Room Tone, la relevancia de esta tonalidad se antoja cuestionable en la reflexión del World Soundsccape Project.

El planteamiento de Schafer se problematiza. Su famoso documento no puede dar respuestas porque el paisaje sonoro se entiende por el evento sonoro, necesariamente ausente en el Room Tone. Una tonalidad sin sonido en primer plano puede resumirse como una triste pérdida de recursos, sin dejar muchas posibilidades de escuchar el paisaje sonoro que esté ahí. Difícilmente la producción sonora comprende la posibilidad del simple registro de tonalidades con tan baja intensidad. A este respecto, aunque sin poder preguntar mucho de si tendrá un destino cinematográfico o de otra índole, podemos recordar una secuencia de 24 Hour Party People, en la que Tony Wilson encuentra a Martin Hanett en medio del campo y lo interpela:

- What are you doing?
- I was recording.
- And what were you recording?
- I was recording the silence.

Si hay algún modo de definir el silencio en la práctica sonora alejada de Cage, es como la ausencia total de eventos sonoros, y aunque este sea el elemento fundamental del paisaje sonoro, aún en su inexistencia, el paisaje existe. Una tonalidad constante, revestida con rompimientos aleatorios de timbre y tono que marcan crestas en los osciladores, eso es lo que deja claro el texto de Schafer sobre lo que el paisaje sonoro es. Una concepción que nos deja muy cerca de la orquestación del mundo: la interacción de los sonidos existentes en un espacio determinado, y que por lo tanto incluye piezas musicales o bandas sonoras cinematográficas. Una propuesta para llevar al oído musical hasta las calles, y a los transeúntes hasta la conceptualización de la sinfonía en donde oscilan ejecuciones que se distinguen con mayor presencia que el resto de los sonidos que las acompañan. De esta relación en que la academia musical sale de sus aulas, pueden esperarse grandes resultados, pero sigue siendo una búsqueda musical. Mediante los avances tecnológicos, desde la Vanguardia hemos sido testigos del rescate musical de sonidos atemperados, pero como parte de una partitura, una organización de intensidad sonora en donde la tonalidad nunca destaca por si misma, sino a través el contraste que observa con otros sonidos.

Este es el caso del Room Tone. Esas tomas que no registran ninguna acción que provoque un sonido en primer plano, pero que registran la tonalidad. Siguiendo la lógica del evento sonoro sostenida por el World Soundscape Project, la pregunta se hace evidente: ¿de dónde proviene eso que es susceptible de ser registrado? Es muy complicado responder con certeza. Cada caso es específico, y aunque nosotros no podamos señalarlo de acuerdo a las categorías de la física, sí podemos escucharlo. Tanto como en la escucha cotidiana, aquí se convierte en una pregunta ociosa. Pero podemos hacer dos cosas más. Cualquiera que sea la proveniencia de ese Room Tone, es el resultado de un evento sonoro que, aunque transformado físicamente, delimita el ambiente sonoro de un recinto en específico, un territorio sonoro. Sería harto complicado su análisis según la clasificación que propone Schafer, rastrear todas las fuentes que ejercen sonido sobre el recinto y explicar su transformación, pero desde esa indefinición, se abre la gran posibilidad de un paisaje sonoro con la única viabilidad de la escucha, libre de categorizaciones que la mayoría de las veces extinguen al propio sonido. Sabemos que por su atenuación, no todos los sonidos que acontecen en el entorno trascienden en todos los rincones. En el espacio antropológico el territorio sonoro se organiza gracias a la propia permanencia que permite la intensidad inicial, además de la colaboración de edificios y los cambios de dirección, intensidad, timbre y tono que sus muros provocan. El paisaje sonoro se organiza, difiere, fluctúa: se reescribe. Los edificios son dispositivos de fácil identificación, no así la atenuación: es resultado de una intensidad tanto acústica como de deseo, mediada entre la resistencia al movimiento de las partículas del medio en que el sonido se expande y la energía con que se realiza la actividad con la que se produce. Al conformar territorios, lo sonoro hace mesetas que como nómadas escuchas recorremos. Cada meseta es independiente de la otra, a pesar de sonidos y fuentes sonoras que se desterritorialicen y alcancen a invadir otras. Aún así, cada una colabora en la creación de una multiplicidad mayor, en donde lo molar construye lo molecular. Difícilmente los principios rizomáticos pueden identificarse con tanta facilidad, y difícilmente son tan evidentes en su percepción.