miércoles, 16 de enero de 2008

Del paisaje sonoro 1: escuchar el ambiente

Es una realidad que el sonido se ha visto transformado en las grandes ciudades durante los últimos doscientos años. Cotidianamente, hoy nos relacionamos con términos como ruido y contaminación sonora, y los comprendemos como evidentes condicionantes de urbanización. Concientes de la transformación que ha observado el ambiente sonoro a nivel mundial mediante estos procesos (iniciados evidentemente con la revolución industrial), el World Sounscape Proyect inicia su trabajo. Hace cuarenta años se cristalizó la postura metodológica con una conceptualización que la respaladara: la publicación del libro del coordinador general del proyecto, Robert Murray Schafer. En el texto, la contaminación sonora se concibe desde su revaloración, es decir, una propuesta para comenzar a escuchar lo ya transformado y así convertir el ruido en paisaje sonoro. Es difícil discutir con el presupuesto de la investigación de Schafer: el hecho de una realidad sonora existente en cualquier delimitación que realicemos para su reconocimiento espacial. En términos generales, eso es el paisaje sonoro: el campo de estudio de una realidad concretada mediante su sonoridad, es decir, la multiplicidad de sonidos que sincrónicos se producen, inundando un espacio determinado y cohabitando en él; y la segmentación de la que estos sonidos son susceptibles para su estudio individual (Schafer, 1994). En lo particular, las especificaciones y problemáticas del concepto dan lugar al diálogo que aquí se pretende, ya que como en todo gran texto, que además es iniciador de una práctica discursiva que alcanza tanto a la reflexión como a la práctica del registro sonoro, son más las preguntas abiertas que las soluciones en él dadas. Nuestra intención no puede girar en torno a la crítica de su propuesta, enunciada desde el espacio de seguridad que le confieren los varios años de registro y meditación a propósito del paisaje sonoro. Nuestra inquietud nace por cartografiar, a partir de esa zona de seguridad, las implicaciones que la multiplicidad sonora puede alcanzar en el registro para el reconocimiento de una realidad circunscrita espacialmente.

No es difícil discernir que la comprensión que hace Schafer de los diversos sonidos que componen al paisaje sonoro sea bajo la categoría de evento sonoro, es decir, el sonido como índice de una acción (Schafer, 1994: 131). Lamentablemente, Murray Schafer tiene razón. En términos físicos, el sonido se entiende como un cambio aparente de presión, una perturbación que se expande en un medio elástico necesariamente anclado a un suceso que lo provoque. El sonido se produce, es consecuencia de un evento que irónicamente, las más de las veces no observa lo sonoro como objetivo primario. Y no sólo en ese sentido, paralelamente Schafer acierta al proclamar un análisis que pasa por el abordaje de sucesos que fácilmente podemos asociar a épocas y problemas propios de la evolución tecnológica o la conformación de las grandes ciudades, de ahí que la propuesta parta de revalorar la contaminación sonora. El autor realiza una travesía que parte de los sonidos producidos en la naturaleza y culmina con la gran ciudad, surcando los caminos rurales y de las pequeñas urbes, asociadas con la germinación del crecimiento del ruido característico de nuestra era. Revisión diacrónica, en la que se identifican además los sonidos con los que nuestros ancestros simbolizaron necesidades como la protección y el alimento (en el sonido del mar y las cuevas), lo santo y lo profano (mediante la campana en las villas de la primera cristiandad) o los conglomerados humanos y la soledad del campo (con la gestación de las primeras ciudades), etcétera.

Desde la perspectiva de Schafer, son dos las condicionantes evidentes en todo evento sonoro: el sonido que sucede y la actividad que le da vida, una comprensión de lo sonoro que siempre se ancla a una acción reconocida y clasificable, en otras palabras, simbólica. Por la abundancia de sonidos de esta naturaleza, es sencillo pensar que en términos sociales, el paisaje sonoro sucederá dentro de lo que conocemos como espacio público, y que por extensión lo determinamos como espacio antropológico, transformado conforme al desarrollo cultural. Por medio de su revisión diacrónica, el propio Schafer marcará las distancias entre las conformaciones sonoras producidas en cada momento cultural; de entre todas ellas, la más radical, y la que nos despierta mayor interés, es la transformación del entorno posterior al siglo XVIII, y la revolución electrónica que reescribió a los conglomerados humanos bajo adjetivos como sociedad de consumo, lógica del capitalismo tardío, sociedad postindustrial, mundo globalizado, etcétera. La principal distinción pasa por la perturbación sonora con respecto al ruido, diferenciada por el autor bajo los rubros alta fidelidad y baja fidelidad. Esta señal participará del paisaje sonoro por la inteligibilidad con la que los sonidos pueden ser escuchados en determinados espacios, de ahí que se sostenga que sea mayor la fidelidad durante la noche que en el día, en el campo que en la ciudad, en la biblioteca que en la fábrica, en las tiendas que en los pasillos de un centro comercial, etcétera (Schafer, 1994: 43-44, 71-73). Este murmullo, en cualquiera de los casos, adquiere el carácter de lo que se distingue como “tonalidad”. Schafer la piensa desde el sonido del mar o el tránsito, pero si como tonalidad se explica el marco, la base audible sobre la que resaltará un evento sonoro determinado, puede también asociarse con las inducciones del sistema de preamplificación de algún auditorio, con el ruido que se llega a filtrar en una estación de radio mal sintonizada o en el cotidiano uso del teléfono, casos que observan este elemento comparable, según el autor, con la relación fondo-figura de la imagen. La tonalidad es el principio fundamental del paisaje sonoro, y es lo que después se enriquecerá con el llamado sonido en primer término. En general, Schafer piensa en elementos fácilmente reconocibles, como campanas o sirenas, que tienen además una participación alternante en la escucha, conservando el símil icónico, se incorporan al fondo o resaltan como figuras (Schafer, 1994: 9-10).

En términos generales, estos esbozos son los que componen el sistema de escucha que el World Soundscape Project propone, al menos los principios que pueden funcionar como guía de estas líneas. Expandiendo el campo metodológico, sabemos que lo sonoro como ambiente sucede en una multiplicidad que inunda y atraviesa el espacio. Las líneas que lo componen se hacen complejas porque la onda, a pesar de caracterizarse por un frente aparentemente definido, se expande parcial o totalmente en forma esférica, ampliando gradualmente su campo de acción, y al mismo tiempo, desapareciendo por atenuación. Su duración es muy breve, y su inscripción nunca es permanente. Son imposibles de ser repetidas en exactitud, y dadas las implicaciones de su estructura armónica, cada una guarda profundamente una multiplicidad en su naturaleza. El paisaje sonoro sucede como un rizoma, que necesariamente puede explicarse con certeza sólo mediante un registro que lo explique desde fuentes específicas, donde por supuesto, el sonido nunca ha estado. Desde su producción, cada sonido se compone en temporalidad, y su estructura (entrada o ataque, estabilidad, vibración y final), su intensidad (volumen y su constancia), tono (que tan agudo o grave, dentro y fuera de la notación musical) y timbre (el matiz propio que caracteriza a su fuente); cada sonido es independiente de otros, heterogéneo al menos hasta encontrarse con otros sonidos, provenientes del mismo origen o bien de algún otro. Cada sonido siempre se mezclará con otros sonidos, se conectará con ellos manteniendo su independencia o reescribiéndose para generar algo distinto de lo que originalmente todos ellos fueron; esto puede suceder en el escucha (como condición del estudio sonoro en las humanidades), pero también en la propia vibración de partículas, afectando directamente al objeto de observación de la acústica como ciencia exacta. En un espacio determinado, el ambiente sonoro será una orquestación aleatoria, la sinfonía que ya estamos acostumbrados a tematizar; una superimposición abstracta caracterizada por su multiplicidad. Conjuntas, la producción aural y su multiplicidad, marcarán un territorio sonoro, un espacio delimitado por las propias leyes acústicas que rigen al sonido y que como en todas las ciencias, son ignoradas en el momento de relacionarnos cotidianamente con cualquier fenómeno. Por su propia característica atemperada, el paisaje sonoro nunca será idéntico, siempre será imposible de reproducir aún repitiendo las condiciones en que anteriormente se ha producido; nunca será calcomanía porque cada sonido fluye independiente de los otros, siempre atraviesa de distinta manera el territorio que el ambiente sonoro compone.

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