jueves, 12 de junio de 2008

De Nudes 2: jugar lo simbólico

Se ha hablado mucho de la imposibilidad de escapar a lo simbólico, y aparentemente es cierto. Como punto de cruce de líneas significables o semánticas, lo simbólico aparece en formas perceptuales definidas y estáticas que saltan a la superficie, parece tan constante como el punto definido por la mirada estereoscópica. Lo simbólico necesita de cualidades como estas para ser aprehensible psíquicamente. Como giro de estos principios, Thomas Ruff realiza sus Nudes. El proceso es muy sencillo: apropiarse de fotografías pornográficas existentes en la Red para trabajarlas mediante el software Photo Shop. Sabemos que la constante de la imagen pornográfica está caracterizada por la presencia fálica o sus metáforas durante la acción sexual, esas son las imágenes usadas por Ruff. Sus apropiaciones pasan por varios procesos de re-elaboración. Inicialmente son corregidas en su encuadre, sólo para crear una nueva composición. Si algo se trastoca en esta primera modificación, la acción sexual y la presencia fálica saldrán siempre incólumes, al menos hasta este punto del proceso. Una o varias aplicaciones de la herramienta Blur darán el toque característico de las imágenes, el sello característico de la serie, que ahora las hace listas para imprimirse y ser incluidas en los muros de museos y galerías. Esa es la parte sencilla, la técnica que emerge de la digitalización como reproductibilidad técnica y que lleva a la serie fuera de los planteamientos clásicos de un virtuosismo encarnado en la técnica. Como se puede sospechar, la complicación se asoma según los parámetros de lo simbólico.

Nudes es alegoría, y toda alegoría es simbólica, porque es la certificación del significante central, porque radica en el reconocimiento de un significante que ya se ha aprehendido en la memoria. Poco importa si optamos por cambiar el nombre y desechamos lo simbólico a cambio de lo alegórico; a fin de cuentas esa referencia se cumple desde el reconocimiento de un original, una pieza anterior que sirve como base para comenzar el proceso alegórico, y el reconocimiento parte de la memoria, de la huella mnémica producida por el original. Siguiendo este principio, buena parte del arte contemporáneo se resuelve mediante la alegoría: citas, referencias, repeticiones; rescates del significante con una alteración de significado, bien de la cultura de masas, bien de la historia del arte. Desde esta perspectiva, parecerían oscurecerse las posibilidades del sentido original que pudo olvidarse para ser replanteado en un gesto de re-contextualización, como las reediciones de los textos sagrados, como las recreaciones de eventos culturalmente trascendentes. En el más llano de los sentidos, la alegoría es un plagio. Es una forma de usurpar la pieza original o al menos alguno de sus elementos formales, y retomar el referente que pertenece a un público consciente de enfrentarse a él. Pero en otros niveles, es hacer común a un productor y un contemplador como miembros visualmente activos de una cultura, declarar un equilibrio en las condiciones en las que ambos llegan para enfrentarse a la obra, habiendo atravesado por todo un proceso de aprendizaje cultural que los lanza a una posición de intercambio a partir de una pieza alegórica. La alegoría es la acción de los derechos civiles sobre un significante específico que se ha posicionado mediante una diseminación cultural. (Owens, 203-207).

“Con los "Nudes", Ruff sustituye alguna festividad por suspicacia e ira; se basa en un género en el que cualquiera puede ser experto pero que ha sido empleado por pocos artistas sin haberse metido en problemas. Ruff puede pensar que estas piezas son analíticas u objetivas, pero también son un dulce lujo visual. De cerca parecen incluso conceptuales. La piel se derrite en pequeños y puntilleados pixeles que dan lugar a la forma; los colores trasladan los contornos del espacio visual. El sexo se repliega en algo superado, óptimamente confortable, estas imágenes cotidianas mutan en para-pinturas directas del planeta del amor.” (Saltz, 2000).



La alegoría sucede desde lo simbólico, y lo simbólico funciona en el registro perceptual como principio de significación, la transferencia de un significante que espera ser investido por un significado. Ahora bien, si con algo podemos sostener la independencia del arte a lo largo de la historia, es su principio de vibración, el principio que la hace ser sensación, la catarsis de los griegos o la experiencia estética de la modernidad. Un gesto pictórico concreto por hacer visuales las sensaciones que originalmente no se muestran, un gesto musical por hacer tónicas las mismas sensaciones. Originalmente son vibraciones que están en el mundo pero que no son reconocibles por los sentidos, y por tanto, tampoco son psíquicamente aprehensibles. La producción estética es hacer de la percepción un percepto, devenir con lo percibido mediante una sensación que nos lo muestra, y desde ese devenir, desde esa cualidad que nos permite hacernos uno con lo percibido, entonces si, a plastificarlo con recursos visuales, escribirlo con medios gráficos, gritarlo con movimientos sonoros... Plasmar vibraciones en lienzos pictóricos o musicales, ese es el principio de producción del objeto estético. Cada sensación es eso: el eje vectorial de una onda que se escapa para transmitirse y atravesar todo lo que encuentre, sin distinción alguna. Cada sensación pertinente de la estética es el dejarse atravesar por la vibración, devenir-sonido, devenir-color mediante la materialidad que hace a la pieza. (Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía?, 164-200).

El símil es sencillo. Acústicamente, reconocemos al sonido como una onda, una vibración, de ahí que contenga propiedades como amplitud, estructura armónica y longitud de onda. Cada vez que una onda se encuentra con cuerpos cuyo volumen sea análogo a la longitud de onda (en términos de multiplicidad aritmética), contagiará la vibración que la produjo y se cumplirá la resonancia, incluso mediante vibraciones no audibles. Si comprendemos a la sensación como analogía de la vibración, su percepción coincidirá con el efecto. Así, un sonido que se produce en lo real irá atravesando cuerpos que análogamente lo repiten mediante la resonancia, tanto como la sensación surge de cualquier parte y se inscribe resonante en la pieza para ser continuada en la contemplación. Si puede suceder en la subjetividad es por su materialidad, y por ese límite que la circunscribe. Podríamos señalar ahí al efecto alegórico, un proceso pertinente dentro del universo de la estética: el motivo son piezas anteriores como pretexto para hacer percepto de una sensación, materializar vectores de intensidad que atraviesan la pieza para hacer vibrar a otros materiales. Después de devenir con la pieza contemplada, volver a devenir para alcanzar un nuevo percepto, ahora digno de ser plasmado en una nueva pieza. Quedarnos en el reconocimiento figurativo es reducirla a un sintagma cargado de sentido, que puede o no abrir el campo textual, pero que continuaría en el marco meramente discursivo, distrayendo toda posibilidad que pudiera tener la sensación. Optar por la Figura es llevar el motivo fuera de los principios de significación para descubrir las cualidades semánticas de vibraciones y sensaciones, es promover una relación con la pieza que poco tiene que ver con la escena presentada y mucho con la sensación alcanzada (Lyotard: 1979).

En el caso de la alegoría, es sencillo establecer los dos sentidos barthesianos de relación con la representación. El sentido obvio de la imagen se centra en esa posibilidad de aludir directamente a los elementos de sentido semiológico que se manifiestan en la pieza. Es el reconocimiento simbólico en el que se basa la figuratividad de la imagen. La mejor forma de crear mensajes informativos, y que, al ser trasladado al nivel estético, se resuelve como una sensación de placer, sustentado en la transferencia simbólica. Propiamente, la performática de una lectura estructural. Un vector de intensidad puede ser claramente reconocible por el espectador, como una onda sonora puede armonizar en el cuerpo que la recibe; en esta armonía radica el principio obvio como el placer provisto por el reconocimiento de los elementos simbólicos. Análogamente, la onda puede ser disonante en el escucha, extraña para el espectador: no codificada. Ahí radica lo imposible de ser simbolizado, el sentido obtuso de la imagen. Es un eje nuevo para el espectador, y aunque no sea una vibración codificada que pudiera acentuar el principio de resonancia como la compatibilidad de una longitud de onda con el volumen del cuerpo, acompaña a la vibración fundamental, la recompone, produciendo la diferencia en las vibraciones a partir de una continuidad que originalmente aparece como repetición. (Barthes, 1995: 49-65). Es muy sencillo referirnos a principios de armonía en el efecto de resonancia, siempre suceden desde un espacio de seguridad. Son flujos codificados, reconocibles para el espectador. Inversamente, no es tan sencillo encontrar ondas disonantes, no codificadas. Probablemente de ahí la complejidad para definirlas.

Sería muy sencillo proclamar el sentido obtuso en Nudes, y así hacer que nuestro análisis escape de la coartada de lo simbólico. En realidad, no es tan fácil señalar si este sentido realmente existe en la serie. Por lo menos sabemos que no se encontraría localizado en un único punto que aparece accidentalmente para desde ahí disonar, el lienzo completo se repliega para lanzar un único vector que deterritorializa la pieza, para inversamente territorializar al cuerpo que resuena continuando la vibración. (Deleuze, 2002: 63-78). En Nudes, el reconocimiento simbólico de lo pornográfico se aúna al movimiento que produce lo borroso del Blur en la puesta en obra del objeto: ambos suceden como dos vectores, dos ondas disímiles encontradas en el lienzo para formar una onda resultante del devenir-movimiento de la significación; adición alejada del flujo discursivo que antes bien abre flujo en la discursividad. La presencia fálica en una acción sexual como principio de lectura, la ruptura del principio de estereoscopía como recurso de representación que se hace obtuso: dos sentidos que se suman: un principio del placer concretado en la simbolización y un sentido de incertidumbre óptica que en Nudes nunca lo deja solo. Ambos producen una onda resultante que no es ni uno ni otro ni simultáneos ni en pugna: sucede desde el medio, desde algún lugar en la distancia que hay entre ellos, que además nunca es el mismo: fluctúa a cada momento, sucede como devenir. De la oposición tradicional a un punto difícilmente definible en medio de la transición entre los opuestos.



Hemos dicho que ciertos discursos proyectan vectores de intensidad, flujos de vibración que pueden ser o no empáticos con quien los recibe, y que a partir de esta empatía se determinarán los niveles en una pieza. No es que estos vectores se opongan, ni siquiera que puedan ser sustraídos mediante su devenir: son múltiples ondas que sincrónicas se desplazan en ejes propuestos por la pieza. Ondas disonantes, vacías de sentido y reconocimiento. Una estética del vacío que radica en la provocación de una sensación imposible de ser verbalizada por la carencia de un referente con el que se pueda asociar: ruptura del símbolo en tanto que ruptura de la mirada estereoscópica. Seguro que esa sensación tiene repercusiones como la muerte, siempre y cuando la vida se circunscriba a la subjetividad, y que además esa subjetividad sea sostenida en el lenguaje simbólico o en la certeza de la mirada y todas las demás formas relacionadas. Claro que la estética del vacío presupone la existencia de una subjetividad tanto corporal como cultural, con su osamenta, ideología, carne, memoria, aprendizaje, epidermis y todo lo demás; pero también con sus proyecciones y sus extensiones caracterizadas por el campo de vibración. Un cuerpo comprendido como máquina, máquina que se pliega para conectarse con otras y así formar nuevas máquinas. Una única condición: perteneciendo al nivel no referenciado, la resonancia disonante anula cualquier posibilidad de simbolización, de ahí que la estética del vacío suceda sólo en un cuerpo sin órganos atravesado por la vibración: se reconoce por su sensación antes que por su fisiología, su operatividad, su organización orgánica e incluso su memoria; un cuerpo sin superficie de inscripción, pre-subjetivo por estar ausente de significación: inmanencia pura. (Deleuze y Guattari, 1973: 11-42).

Ruff transmuta la firma de la imagen, el código que alguna vez le permitió ser pornográfica; la lleva de Nina Hartley y John Holmes a un acercamiento con De Kooning o Ritcher (Saltz, 2000). Desprotege a las imágenes de la permanencia de un símbolo centralmente despótico que en el original se mostraba para su reconocimiento. Así como la realización pictórica de la vanguardia transfirió el rostro en cabeza, ahora la fotografía devuelve lo figurativo del cuerpo a la Figura del bulto. Ambos registros juegan con la certeza de la representación al ubicarse en un punto intermedio entre la abstracción y la figuratividad. En este proceso Ruff se adhiere además a una deconstrucción de lo pornográfico, desproveyendo a la imagen de su segundo sentido y abriendo las posibilidades de un tercero que nunca está detenido en un punto específico. En otras series, Ruff muestra ser un artista conceptual, y es en ese nivel que las fotografías se abren paso: tanto como una pregunta lanzada a las carencias estéticas de la pornografía, a un percepto que cojea porque originalmente no partió del devenir-línea en la producción de la imagen. Mediante replantear la pregunta hecha a la sexualidad antes de ser puesta en obra, Ruff se lanza a un proceso que llevará a la imagen pornográfica de vuelta a su capacidad icónica de seducción. Es complejo referirse a la seducción; de entrada podemos decir que es lo no-pornográfico, en tanto lo pornográfico se hace sinónimo de lo obsceno, y que así las seducción pudiera definirse en esa oposición. En términos generales, lo que seduce es la acción simultánea de ausencia y presencia, una disolución de binomios en provecho de un percepto que hace resonar la disolución mediante una sensación. Nunca una deconstrucción de ambos que implicaría la reconstrucción dual, propiamente el devenir que distancia a uno de otro y que se estratifica en puntos inaprensibles pero reconocibles.

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