jueves, 12 de junio de 2008

De Nudes 1: las estrategias de lo simbólico

Hay una vertiente para comprender al cuerpo en función de su genitalidad, en ella se pasa por la delimitación de un significante despótico en tanto que central. Ese significante funciona como la primera de las dimensiones simbólicas en un cuerpo que fragmentado se define en función de su erogenesis. La mirada funciona de una manera análoga: gracias al principio de estereoscopía, el punto en el que confluyen los dos ojos se presenta como la centralidad despótica de una realidad percibida en el acto de ver. Pocas veces podríamos enfrentarnos con una analogía tan bien determinada: así como el organismo se compone en función de su genitalidad, lo real se descubre ante los ojos siempre por un centro. No es difícil suponer que en una cultura helénica como la nuestra, los principios de una academia como el psicoanálisis estén tan cerca de la fisiología que enmarca a la visión. Si hemos de confiar en la organización psíquica del cuerpo en esos términos, bien podríamos señalar que ahí se encuentra el origen, y como tal, el propio camino para concebir al mundo en términos simbólicos. Pensar la mirada conformada a partir de un centro que organiza el espacio es una tradición que nos viene desde el siglo XIV. Pese a la fuerza y velocidad con que ese principio se posiciona en nuestra cultura, su reflexión ha abierto coyunturas, líneas de reflexión que buscan un replanteamiento de los modos de ver, considerando que en esos principios se encuentra la propia relación que podemos tener con el mundo. Esa fue la lucha de McLuhan, su gran molino. En términos muy generales, podemos condensar esta línea que fuera la propuesta de su vida, en un sencillo pasaje: “Todos los rasgos de la «conexión» lógica y el razonamiento silogístico exhiben y usan sólo las propiedades del espacio visual: el espacio imaginado como un recipiente natural, un espacio que es estático, lineal, continuo y conectado.” (1990: 35).

Hagamos la analogía. Si el ojo se desplaza por la superficie del lienzo, lo hace desde la linealidad que a toda trayectoria pertenece. La continuidad de las líneas que se fugan hasta ese punto se reinician en otras direcciones que arborecen a partir de él. Además de la continuidad propia de la línea, el punto de fuga es eslabón de los distintos segmentos. Se realiza la continuación de una trayectoria pensada para el ojo, es un cruce que conecta al mismo tiempo que interrumpe: es dispositivo. Pero al permitir la continuación de flujos lineales, el punto de fuga pasa por el problema de su despotismo. Así como el punto de fuga ordena los elementos posados en el espacio icónico, la mirada selecciona el lugar donde posarse para comprender y ordenar el estímulo de lo real. La centralidad del punto de fuga es transferencia de la centralidad estereoscópica. Probablemente el significante central sea histérico en la medida en la que es una mirada centralizada quien le transfiere su despotismo. La abstracción representacional se organiza en dos sentidos: el de un centro en el que confluyen todas las líneas de profundidad y el de permanencia de ese centro como principio icónico por excelencia. Si el espacio será siempre enfrentado desde el punto de fuga, entonces la centralidad espacial será un elemento que se comprende constante en la representación visual como abstracción arbitraria del signo que acontece en la mirada. La mirada se distingue de la visión por la producción de una estructura, y esa estructura será significable sólo en tanto sea simbólica.

No toda imagen perceptual es simbólica, como tampoco toda imagen conceptual. Lo simbólico es algo que se filtra en ambos registros. La distancia ya fue esbozada desde el inicio de la lingüística estructural: “Lo característico del símbolo es no ser nunca completamente arbitrario; no está vacío, hay un rudimento de lazo natural entre el significante y el significado.” (Saussure, 1997: 105). Lo simbólico no es precisamente el símbolo, probablemente esa sea su dimensión más abierta. En un muy osado intento por distinguirlo, podemos decir que es lo aprendido psíquicamente, el evento que marca al individuo en cualquiera de sus dimensiones, la acción de la cultura en la conformación del sujeto mediante sus sofisticados rudimentos y que en su autorreferencialidad, permite la interacción y el intercambio entre sus miembros. En pocas palabras, la huella mnémica a la que se refiere el psicoanálisis. Al proceder desde la memoria, lo simbólico sale al encuentro de una realidad percibida, la fragmenta y comienza a reconocer algunos elementos fragmentados en tanto signos, permite su ordenamiento en sintagmas y así continúa el proceso cultural. Por eso es el principio de la semiología, lo que hace funcionar la impresión de sentido a partir de un significante. Ese es el parentesco estructural que guardan la semiología, la antropología y el psicoanálisis: en el estructuralismo, las tres persiguen el reconocimiento de los fragmentos de lo real, para posteriormente ir extendiendo territorios de comprensión por las relaciones de los significantes y así exponer sus conclusiones sobre un mensaje, una cultura o un paciente.



La producción cultural sucede desde la elaboración sígnica estructurada en cadenas, líneas de intensidad heterogéneas conectadas entre si en diversos puntos de cruce. El tejido rizomático se extiende mediante la creación de objetos y discursos que en esta tradición aparecen mediante la reescritura de lo ya simbolizado. La labor de lo simbólico es la de identificar fragmentos, nodos a lo largo de las líneas: segmentos más o menos reconocibles que se relacionan con la memoria individual o colectiva que se hacen tangibles en forma de nodos y puntos de cruce de dos o más líneas. Los nodos simbólicos son el primer principio para dotar a cualquier fenómeno de una estructura o un sistema análogo al lingüístico. Mediante el reconocimiento de lo simbólico se comenzará con la búsqueda de sentido al interior de los segmentos diferenciados entre esos nodos, y finalmente la estructura adquirirá sentido mediante la significación. Si bien es cierto que siempre existen más de un sentido en una línea significante, también lo es que el estructuralismo buscará siempre la acción de aquella que se compone en el proceso de significación, no necesariamente de sentido, pues el significado es sólo una de sus múltiples formas. Esa estructura de significación será la función específica de la que se habrá de asir el estructuralismo. “En realidad, no hay estructura mas que en aquello que es lenguaje, aunque se trate de un lenguaje esotérico o incluso no verbal.” (Deleuze, 2002: 224).

Lo simbólico funciona como el primer significante en ser identificado dentro de la cadena, se erige como significante central, punto de partida en el proceso de significación de las líneas que se sistematizan a su lado. Así como el punto de fuga es dispositivo de distintas líneas que llegan a él, nodo simbólico centrado que codifica el movimiento del ojo organizando la mirada. Aunque estemos muy lejos de poder definir lo simbólico en diez palabras, podemos ubicarlo como el principio de los sistemas de significación, principio de sentido que sucede en tanto que primera identificación de la memoria, cimiento y posibilidad primaria del abordaje estructural. “Actualmente hay que reservar el nombre de estructuralismo para un movimiento metodológico, precisamente su lazo directo con la lingüística.” (Barthes, 2002: 45). Sin embargo, para lo simbólico el sentido nunca es una atenuante. Atraviesa los tres regímenes antropológicos del signo porque la asociación ocurre en cualquiera de sus dos entidades. En su búsqueda de un sentido que funcionara como punto de partida o llegada en el proceso interpretativo, lo simbólico se erigió como el principio fundamental del signo. La carga simbólica permite tanto la univocidad de la monosemia como la arborescencia polisémica. En un acepción muy simple y amplia, el símbolo se define como la coexistencia de dos o más sentidos (Barthes, 2002: 46-48). Probablemente por eso su ausencia en el Curso saussuriano: en la complicación de una monosemia que pueda investir al símbolo, la convención certera que dota al significante de sentido estará igualmente problematizada. La relación bi-unívoca que fundamenta el interior del signo se fractura, porque para ciertos significantes, la posibilidad de múltiples significados es un hecho.

Son muchas las prácticas culturales que han optado por un alejamiento de la tensión que se produce al interior del signo y que dota a los productos de sentido; aunque este alejamiento no necesariamente sea de lo simbólico. En las artes visuales estas prácticas se hacen por demás ilustrativas mediante los caminos abiertos por el abstraccionismo. Son semiologías asémicas, en las que se ha sacrificado un significado por la búsqueda de la sensación, una opción por la Figura antes que por lo figural para así recomponer una mayor posibilidad del eje de deseo al momento de encontrar y experimentar la obra (Lyotard: 1979). Convenientemente, en el abstraccionismo se suprime al significado pero el significante permanece: una tensión oposicional que se resuelve en la travesía de uno de los caminos y el abandono del otro. Como lo simbólico se filtra en ambos registros, su presencia continuará siempre y cuando el significante permanezca. Muchas son las prácticas en la tendencia asémica, por lo pronto acotémonos en la música, sólo por ser la más abstracta y fugaz de las bellas artes. Efímera y resbaladiza, aún la música se incorpora al campo de lo simbólico desde la tradición de su academia. En la delimitación de sus tonos, de sus timbres reconocidos dentro de una orquesta, en sus anotaciones y su sistema de enseñanza, la música ha construido una doctrina que le confiere el reconocimiento de los suyos, para trabajar con ellos en una continuidad de su construcción institucional. En este proceso autorreferencial, la música deja de lado a la mayor parte del sonido, reconociendo sólo aquellos a los que su tradición ha simbolizado.

Hay muchas músicas, o muchas formas de semantización de la música. Expandiendo a Barthes (1995: 257), podemos señalar por lo menos tres: la música que se baila, la que se canta y la que se escucha. Cada una ha formado sus rituales, donde los asistentes se concentran en alguna para dar paso a continuidades semánticas lejanas o no de los ritmos y tonos. Los movimientos dancísticos, la voz en onomatopeyas instrumentales o líricas lingüísticas y el gusto de la escucha son formas simbolizadas en tanto que responden a una tradición cultural. Este es el principio en donde opera lo simbólico. Poco importa si los sonidos musicales en tanto signos, mantienen o no una dimensión de significado, al final guardan una relación simbólica en tanto que culturalizada. Los modos de relación con la música son ejes de sentido, pero de un sentido semántico antes que de significación. Claro que no hablamos por toda la música. Desde la vanguardia se ha hecho la distinción de la música atemperada, aquella que en general se reconoce como libre de los principios de escolarización y tradición. Tal vez por eso sea tan complejo abordarla dentro de la derivación lingüística, la distinción que se le hace dentro de las semiologías semánticas parece no ser suficiente. Los sonidos de la música son signos asémicos: significantes que no construyen un sentido en tanto que significación, pero que son susceptibles de una sintaxis, y por tanto de una continuidad de flujos simbolizados que encierran la fortuna de su carencia de significado.


Se ha hablado mucho de la imposibilidad de escapar a lo simbólico, y aparentemente es cierto. Como punto de cruce de líneas significables o semánticas, lo simbólico aparece en formas perceptuales definidas y estáticas que saltan a la superficie, parece tan constante como el punto definido por la mirada estereoscópica. Lo simbólico necesita de cualidades como estas para ser aprehensible psíquicamente. Como giro de estos principios, Thomas Ruff realiza sus Nudes. El proceso es muy sencillo: apropiarse de fotografías pornográficas existentes en la Red para trabajarlas mediante el software Photo Shop. Sabemos que la constante de la imagen pornográfica está caracterizada por la presencia fálica o sus metáforas durante la acción sexual, esas son las imágenes usadas por Ruff. Sus apropiaciones pasan por varios procesos de re-elaboración. Inicialmente son corregidas en su encuadre, sólo para crear una nueva composición. Si algo se trastoca en esta primera modificación, la acción sexual y la presencia fálica saldrán siempre incólumes, al menos hasta este punto del proceso. Una o varias aplicaciones de la herramienta Blur darán el toque característico de las imágenes, el sello característico de la serie, que ahora las hace listas para imprimirse y ser incluidas en los muros de museos y galerías. Esa es la parte sencilla, la técnica que emerge de la digitalización como reproductibilidad técnica y que lleva a la serie fuera de los planteamientos clásicos de un virtuosismo encarnado en la técnica. Como se puede sospechar, la complicación se asoma según los parámetros de lo simbólico.

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