jueves, 12 de junio de 2008

Del paisaje sonoro 3: el paisaje sonoro sexual

En esta distinción molar, la delimitación espacial de lo privado también actúa, y no sólo desde sus muros sonoros. Independientemente de las consideraciones generales, la respuesta que aquí se persigue es la que engloba las condiciones de un paisaje sonoro sexual, o al menos, las características de la acción sexual que acontece en un espacio determinado y su valoración como registro en los términos del paisaje sonoro.

Las condiciones generales del paisaje sonoro como registro del espacio antropológico, resuenan constantemente en lo que se antoja como el problema de un paisaje sonoro sexual. Una de las más comunes fantasías sexuales versa en torno de la acción en lugares públicos. Por el riesgo de ser sorprendidos, por la trasgresión a la ley, por un impulso exhibicionista o por qué sé yo. Los distintos medios narrativos han recogido y plasmado abiertamente esta posibilidad de la sexualidad. Muy a pesar de ser una de las más sencillas fantasías por realizar, la generalidad de la sexualidad se vive en el resguardo del espacio privado. La alcoba, las salas de proyección en las tiendas de videos, la habitación del hotel de paso, la recámara del burdel, el privado del club de strip-tease son sitios que adquieren el carácter de temporales espacios privados mientras ciertas sexualidades suceden. La diferencia sonora es evidente: tanto los privados de las tiendas de video como los usados por stripers son inundados por una multiplicidad de sonidos provenientes de las bocinas de televisores y/o reproductores musicales, el barullo que pueda suceder fuera de los pequeños cubículos y evidentemente la interacción de quienes los ocupan. En estos espacios, el paisaje sonoro puede ser descrito, registrado, analizado y todas las otras cosas que Schafer nos propone. A pesar de la privacidad visual, el contexto nos impone la invasión de índices que develan un sitio construido por materiales blandos dentro de un espacio que se caracteriza por una carencia de historia que inhibe intercambios relacionales y que por tanto no confirma identidad alguna. A pesar de comodidades como el televisor o el radio que ofrecen los hoteles de paso, a pesar de la música que se procura en las recámaras de los burdeles, el silencio que acerca estos espacios a la habitación personal parece ser siempre una condicionante. La alta fidelidad acontece mediante la aplicación acústica de las delimitaciones arquitectónicas. Muchos son los sonidos que pueden circundar la alcoba personal, aunque se espera que mantenga cierto aislamiento sonoro del exterior para que realmente adquiera el carácter privado en su sentido acústico. De ahí que la primera creación de muros sonoros suceda dentro de la arquitectura planeada para las grandes ciudades, en donde es necesario aislar un espacio del inagotable rumor urbano, y cuando este rumor logra aislarse de todo evento sonoro exterior, ¿desaparece el paisaje sonoro? Murray Schafer nos diría que no, aún dejando esta posibilidad esté ausente su libro, y aunque no lo esté en prácticas que por alguna razón se piensan alejadas del World Soundscape Project, aunque se comparten con la tradición cinematográfica.

En locaciones exteriores es sencillo recorrer mesetas que se materializan en su audibilidad; al irrumpir en lo privado, al cartografiar esas mesetas también es sencillo notar la diferencia audible, distinguirla en un único sonido, la propia tonalidad de la habitación. En ese nivel, la descomposición de la multiplicidad sonora es perceptualmente imposible. Las líneas independientes convergen en una sumatoria que se manifiesta al oído como independiente de todas ellas. La molécula funciona por sí misma, con los mismos principios del paisaje sonoro pero limitando la naturaleza indicial del sonido entendido como evento: la tonalidad por si misma, eso es un Room Tone. Aunque valioso, observa muchos y grandes problemas en su apreciación. En psicoacústica se reconoce el cocktail party effect, esa cualidad del cerebro por seleccionar lo que quiere escuchar, así, estamos acostumbrados a ignorar la tonalidad, incluso en el proceso verbocentrista que ha adquirido la música pop; si hasta en esas formas de la escucha se pierde ese fondo, poco podemos esperar del impacto del Room Tone en la vida cotidiana. Tal vez de ahí parta su ignorancia, su olvido entre las disciplinas sonoras que parten del registro en estudio. La lista de films que han recurrido al principio de la regrabación es inconcebible, además creciente día a día, llenando los espacios sin sonidos sincrónicos con música o ambientes creados en estudio mediante la mezcla de sonidos pregrabados o construidos electrónicamente. Buena parte de la lista se conforma por prácticamente todas las películas producidas dentro del Porno Chic. Paralelamente, el cine nos ha demostrado el valor del Room Tone: siempre podemos ignorarlo, pero si hace falta en una toma, por más breve que esta sea, distinguiremos la ausencia y de inmediato protestaremos por ella. Aparentemente irreconocible, pero sólo en esa apariencia.

En el caso de un paisaje sonoro sexual, lo que se destaca como sonido en primer término es la propia voz, hermanándolo con muchas otras formas de representación. Al haber trasladado en concepto al paisaje sonoro del espacio público al privado, valorando al Room Tone como el recinto hecho sonido, apremia la inquietud por escuchar ese espacio a través de la voz: que el espacio hecho paisaje se patente en todos sus componentes. Sabemos de antemano que todo sonido será alterado por el color del propio recinto, es decir, por las reflexiones que inevitablemente sucederán en una espacio tan poco diseñado acústicamente como la mayoría de las alcobas. De la misma manera que el paisaje sonoro del exterior se transforma al atravesar los muros que separan lo público de lo privado, los sonidos producidos ahí dentro se transformarán al interior del recinto y hacia fuera de él. En el caso de un sonido de índole sexual que se proyecta hacia el exterior de un espacio determinado, las herramientas dadas por el World Soundscape Proyect son limitadas. En lo que refiere al interior de la habitación, podemos señalar la dirección que sigue el sonido al desprenderse de su fuente, tanto como las múltiples trayectorias tras la reflexión; podemos calcular la pérdida de intensidad y armónicos por la absorción en las superficies más o menos reflejantes; podemos describir lo que sale de la habitación por la refracción, podemos incluso distinguir entre sonido directo y reverberación (para beneplácito de Murray Schafer). Pero el sonido y sus efectos no están ahí. El umbral temporal diferencial nos impide la diferenciación entre reverberación y sonido directo, las características anatómicas de la membrana timpánica entorpecen la descomposición del sonido en su estructura armónica. La amplia crítica que hace la estética acústica a la ciencia sonora evidencia su trabajo con ondas (como fenómenos físicos), y así también el olvido de la percepción (como elemento estético).

Esta transformación es precisamente la que alude el niño mediante el ritornelo. Cuando se encuentra en un espacio oscuro y desconocido, los niños generalmente cantan coplas, reorganizándolas aleatoriamente y obviamente sin ningún cuidado en la entonación. En el trabajo de Deleuze y Guattari, el ritornelo sirve como ejemplo del eterno retorno y correlativamente para dialogar con la academia musical. Evidentemente las diferencias que el niño reescriba en la música que entona harán algo siempre distinto de lo que retorna, y la entonación atemperada les abrirá el camino para recorrer una crítica musical (2002: 298-358). Reservándonos ambas vertientes para acotaciones posteriores, lo aquí queremos resaltar es que el niño emplea su propia voz para territorializar, gesto que necesariamente comienza con el reconocimiento del espacio. No es que un niño pueda calcular la distancia exacta a la que se encuentra un muro según las alteraciones que tiene su propia voz de acuerdo a la reflexión, su anatomía y funciones cerebrales se lo impiden tanto como a nosotros. Frente a la ceguera, el niño se relaciona con el espacio por la audición de su propia voz transformada, pero sí por el cálculo no aritmético que su escucha le otorga. Popularmente se dice que el equilibrio se encuentra en los huesos del oído, la realidad es que depende de nuestra relación con el espacio; el problema de los pacientes de otología para equilibrarse no se debe a una descompensación de algún órgano que compense su peso en el espacio, en el último de los casos esa es un operación que realiza el cerebro, pero necesita de varios estímulos para realizarlo, uno de los más importantes será el estímulo sonoro. Si bien es cierto que los animales se relacionan con el espacio por el olfato y los seres humanos por la vista, también lo es que en ambos casos sucede la escucha como el primer medio para aprehender psíquicamente el espacio (Barthes, 1995: 244).

El registro de todas esas alteraciones físicas como componentes del sonido en el espacio privado donde se produce es algo que la música, la radio, o cualquier disciplina sonora no puede capturar, es capacidad que se ha circunscrito exclusivamente en la técnica y la exigencia cinematográfica. Lamentablemente, muchos son los grandes directores que optan por la regrabación de lo producido en locación, sacrificando la sonoridad del espacio por tener una preocupación menos a la hora de filmar, construyendo una estética que poco versa en la apreciación sonora y que se abre de capa para líneas como la actuación, la imagen o la narrativa. A pesar del olvido de algunos, son estas condiciones del sonido original, in situ, los componentes que dan lugar al color del recinto, los que deben ser revalorados como eventos sonoros, y así repensar al paisaje sonoro: amplificar su concepto desde el reconocimiento de sonidos que construyen un ambiente hasta el límite de las condiciones físicas que lo alteran para desterritorializar la voz producida y así construir la voz que llega hasta el oído. Con este principio se nos puede acusar de muchas cosas, independientemente de una evidente apología del registro en locación, la más peligrosa es la de proponer que se haga el mundo del recinto en la grabación, con todos los principios de certeza que hasta aquí hemos intentado discutir. Lo que ahora apremia es que en términos de Schafer, la voz sexual se define como huella sonora, en el mismo sentido en que cualquier escucha puede determinar una causalidad, y aunque aquí aboguemos por hacer el espacio en cada evento sonoro registrado, la propia condición de verosimilitud cinematográfica o de certeza en la escucha, nos traslada a nuevas mesetas que invitan a su recorrido. Esta línea interpretativa es competencia del escenario construido por la convergencia entre semiótica y semiología, por eso nos retraemos frente a la pregunta de una hermenéutica de la facticidad, apegándonos a una revisión consecuente de acuerdo con la propuesta del World Soundscape Proyect.

Bibliografía
Barthes, Roland. (1982) 1995. Lo obvio y lo obtuso: imágenes, gestos, voces. Trad. C Fernández Medrano. Barcelona: Paidós.
Cage, John. (1961) 1973. Silence: Lectures and Writings. Middletown: Waseleyan University Press.
Chion, Michel. (1988) 1999. El sonido: música, cine, literatura. Trad Enrique Folch Gonnzález. Barcelona: Paidós.
Deleuze, Gilles y Felix Guattari. (1972) 1973. Antiedipo: capitalismo y esquizofrenia. Trad Francisco Monge. Barcelona: Barral.
Deleuze, Gilles y Felix Guattari. (1980) 2002. Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia. Trad José Vazquez Pérez. Valencia: Pre-Textos.
Deleuze, Gilles y Claire Pernet. (1977) 1997. Diálogos. Trad José Vazquez Pérez. Barcelona: Pre-Textos.
Kahn, Douglas. 1999. Noise, Water, Meat: A History of Sound in the Arts. Massachussets Institute of Technology Press.
Schafer, Murray. 2003. “Open Ears”. En The Auditory Culture Reader. Ed L Back y M Bull. Oxford: Berg. 25-39.
Schafer, Murray. (1977) 1994. The Soundscape: Our Sonic Enviroment and the Tuning of the World. Vermont: Destiny.
Zwerin, Michael. 1970. “A Lethal Measurement”. En John Cage. Ed Richard Kostelanetz. New York: Praeger. 151-179.

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